Cuando terminó la votación aquella madrugada helada de julio de 2010, no imaginé que alguna vez iría a casarme, pero sentí felicidad total y el enorme alivio de saber que como para cualquier persona, a mí tampoco me estaba vedado. Con mis amigxs estuvimos en Plaza Congreso festejando el triunfo de ese derecho que no tenía que ver con el amor, por supuesto, sino con la libertad. En cuanto al amor, confieso que en los años que siguieron, si hubiera dependido de sus poderes encantatorios, habría comprado los anillos, pagado una luna de miel en la China y hasta usado vestido de novia y hecho fiesta y la mar en coche con tal dehacer feliz a mi novia. Aunque casarnos no fuera para mí importante desde el punto de vista simbólico, sí lo consideraba a nivel legal. Yo le llevaba catorce años y más de una vez pensé que quería que fuera ella quien heredara mi departamento. En cuanto a nuestras familias no sé si las cosas habrían cambiado sustancialmente, porque quienes aceptaban nuestra relación iban a seguir haciéndolo, y al resto ninguna de las dos le ponía demasiadas fichas. Tal vez nos equivocamos: una ley es una gota que horada la piedra hasta de las cabezas más duras. Creo que no llegamos al casamiento ni al ejercicio de otros derechos que hubiéramos querido, a causa del sufrimiento, la desgracia, que siempre traen bajo el brazo los amores posesivos. Nunca un pan.
Creo que sino hubiera sido porque tomamos sin querer ese camino habríamos terminado casándonos alguna vez, para, entre otras cosas, garantizarnos pensiones, herencias, obra social y de paso una forma de presentarnos ante un mundo que condena la soltería y la estigmatiza. Qué paradoja, pienso ahora, haber llorado de emoción aquel día de julio por la aprobación de una ley que yo sentía que me hacía libre, y no haber llegado a aprovechar sus beneficios por seguir reproduciendo esos patrones vinculares que intentamos cambiar y no pudimos. Obvio que no se me escapa que esa ley es, otra vuelta más de la paradoja de la liberación, la consumación de un formato patriarcal, mejor amiga del gobierno de Rodríguez Saa, que según me contó mi amigo puntano acaba de lanzar la campaña “Un matrimonio, un terreno”. Siempre me acuerdo de ese libro de Ema Barrendegui en el que pone en la misma serie acumulativa, una heladera que unx hijx. Aún así debo decir que aquella ley es una de las mejores del mundo para mí porque me sacudió por completo y me convirtió ante mi propio espejo en un ser sexuadx de derecho. Durante estos años vi como la sociedad se modificó con nosotrxs mucho más que nosotrxs con ella, porque de este lado siempre fuimos lo que fuimos y necesitábamos más del himno de Sandra Mihanovich que de la aprobación del Senado para sabernos legión. De todas maneras se modificó, pero trogloditas sigue habiendo: el otro día estaba con unas amigas que se besaron por la calle y un machirulo les dijo algo muy feo, a lo que ellas supieron responder. Claro que quizás sea esta agresión un avance respecto de hace años, cuando fui golpeada en la plaza de Resistencia por ir de la mano con una chica, amenazada por la calle Rivadavia, llevada en una razzia a un boliche gay(ya se: patético conformarnos con ser menos vulneradoxs que antes). La disminución de la violencia en estos años es relativa y dispar. La ley de matrimonio fue a penas el puntapié inicial de la transformación, fruto de añares de una militancia política que en verdad, mayormente, tenía un horizonte distinto al de la conquista del matrimonio, contodo su anhelo de reinserción en el mundo de los privilegios. Cuando estuve en Jujuy en 2014, en el Alto comedero de la Tupac Amaru, vi casarse a lxs negrxs LGBT, hoy devueltos a la mano de obra barata y a la exclusión social, y lxs vi adoptar hijxs e inseminarse. Entendí que esa ley era una conquista más del salto de clase: con comida en la boca ahora podían ocuparse de su sexualidad y encima había una institucionalidad que lxs acompañaba. En cuanto a mí situación personal, pasó de todo en ocho años. Celebre el matrimonio, me reí de el, me fue indiferente, lo penséposible. Yo nunca fui Susanita, pero quererla tanto, por momentos me llevó a imaginar que sería capaz de convertirme en eso que nunca se me había ocurrido.