El 31 de marzo de 2017, Norberto me propuso casamiento. Tras una convivencia de casi 19 años, la persona que aún deseaba como el primer día, me dijo que quería casarse conmigo, cuando recién salía de la operación y la anestesia y el temor del quirófano estaban todavía activados: le habían sacado del intestino un tumor oclusivo, recién descubierto. Él dijo “casémonos” y fue llorar sincrónicamente por sentimientos superpuestos, todos de una intensidad imposible de soportar con el lagrimal seco. Para mí, el llanto significaba darme cuenta de que para Norberto, promediando los sesenta años, casarse conmigo era aferrarse a la vida, frente a la inminencia de la muerte: nada me podía emocionar más que poder ser una tabla de salvación para la persona que amaba. Sé que no podía ser un gesto desesperado de Norberto, pero yo no quería admitir la cercanía de la muerte, y menos soportar que él la admitiera. Teníamos que luchar juntos, eso era más importante que el matrimonio: así que me sequé las lágrimas y le dije que no, y además pensé que cuando se le vaya el efecto de la droga del quirófano todo iba a volver a ser como durante casi dos décadas, un amor anarquista, sin legitimación ni jerarquía institucional frente a otras relaciones, sin venia del Estado. Pero no, Norberto no solo no cambió de idea sino que me di cuenta de que no quería ni el ritual ni la lógica institucional, sino que quería cuidarme, por eso lo hacía. Y lo pensé, y considerando varias consecuencias de su salud, también a mí me permitía cuidarlo mejor si nos casábamos. Ambos éramos viudos de personas que habían muerto de enfermedades relacionadas con el VIH a mitad de los 90; ambos atravesamos esas situaciones de hospital teniendo que padecer la homofobia de médicos que no nos reconocían como familiares de nuestras parejas. En ese contexto, el casamiento nos eximía de los maltratos homofóbicos de profesionales de la salud, de no tener que pedir favores porque teníamos derechos. Había algo de reparación histórica de nuestras biografías amorosas que traía el Matrimonio Igualitario: volver a vivir una inevitable situación de dolor, pero esta vez restando parte de la homofobia con que originalmente la transitamos. Aclaro que no necesito una libreta firmada para cuando un médico vino a decirme “¿le avisaste a la familia?”, una vez que Norberto estaba internado, yo le aclare que dos putos ya somos una familia. Pero sí me venía bien la licencia de luna de miel en el trabajo para elegir dedicarme exclusivamente al cuidado de Norberto en la salud y en la enfermedad, ejerciendo un derecho sin tener que dar explicaciones a nadie, porque mi mejor noche de bodas es saber que puedo hacer una caricia que calma el dolor.

Cuando nos casamos, el 5 de mayo de 2017, hacía tiempo que con Norberto habíamos dejamos de ser una pareja y decidimos ser una familia, una instancia superadora. Seguimos igual hasta el fin, pensando la familia desde la disidencia: ejerciendo el sexo libertino, dinamitando todo lo que tenga olor a monogamia y profundizando una solidaridad íntima, que implicaba cuidarnos y querernos cada vez más, no dejando que el Estado decida por nosotros, que no se apropie de la libertad de nuestros deseos ni de nuestros cuerpos. De los casi cinco meses que Norberto sobrevivió al cáncer, cuatro fue mi esposo. Como el departamento de dos ambientes que alquilábamos era mínimo, sin espacio ni para un brindis digno, con Norberto pensamos convocar a una fiesta de casamiento dionisíaca en la plaza frente al Civil. Pero finalmente nuestra boda tuvo una fiesta sorpresa y comunitaria organizada por amigos y amigas, en una casa majestuosa, donde Norberto atravesó una felicidad que le hizo olvidar el dolor pasado y futuro. Una fiesta tanto o más intensa que la de la noche fría que celebramos al calor de nuestros cuerpos la aprobación del Matrimonio Igualitario en la Plaza Congreso.