Podemos pensar la obra reunida de Claudia Masin recientemente publicada como una suma de desobediencias. No se trata de haberlo hecho de una vez y para siempre, o desobedecido a un solo mandato. Se trata de hacerlo sostenidamente en el tiempo, como decir una verdad que será combatida de modo reiterado y cuyo enemigo reaparecerá tomando en cada ocasión una apariencia distinta, recreando su estrategia. Desobedecer es para quienes trabajan con la palabra, cimentar una resistencia lingüística contra las políticas que desde tiempos inmemoriales hacen del lenguaje de todxs una herramienta de su propio poder, como diría Claudia en “Leona”, poema de La cura su libro de 2016 editado por Hilos: “el mal está en la sangre hace ya tanto/ tiempo que está diluido y es indiscernible del líquido/ que el corazón bombea”. Esta inseparabilidad de la vida y lo mórbido impide identificar al enemigo, su perímetro, su alcance. Pero no es en él sino en el yo donde la colonización se dimensiona. En la opresión sufrida por las mujeres, por ejemplo, cuyo acceso a la palabra fue tardío en la historia, pero temprana la maldición escrita en las páginas de la religión. “Las mujeres de la familia sufrían el lenguaje, les atrapaba las piernas como un cepo”, dice Claudia en La siesta, un libro de prosa poética editado por La mariposa y la iguana en 2017, y agrega más adelante: “Yo, de puro pavor, no dejaba que nadie supiera que en mí se estaba cultivando la revuelta, una infección lenta que iba a tomar todos los tejidos y la primera manifestación era el silencio”. Ese silencio actuó en la gestación de esta obra como un tsunami: una fuerza contraída que se alimentó, se observó a sí misma y salió eyectada con un extraordinario potencial, sin dudas el de una de las voces más poderosas que ha dado la poesía contemporánea. A ese poder podría identificárselo como el de “no mujer”, siguiendo otra cita de La siesta: “Sé una mujer, me decían, y era una amenaza, sé un cadáver que recibe los golpes con incomparable calma porque nada les duele a los muertos”. Tremenda definición poética de la categoría política “mujer” -plena de sentido opresivo para Monique Wittig- que al igual que “hombre”, su correspondencia binaria, sostiene la lógica del amo y el esclavo. Un gesto de no-mujer será entonces el de tomar la palabra en lugar de resignarse a ser un cuerpo que las reciba pasivamente. Pero salirse de la cárcel de una de las puntas del género -”mujer”- siempre parece arrojar a la contraria. Cuando el jurado de Casa de América en 2003 abrió el sobre con los datos de Claudia Masin y descubrió que quien había ganado el concurso anual no era un varón, se sorprendió. En varios de los poemas de La vista, aquel libro de poemas basados en películas, el yo lírico se identifica con el género masculino de un personaje, por ejemplo en “Escenas frente al mar”, donde dice: “Pero algunas tardes, /cuando la luz del sol cae, oblicua, sobre mi cuerpo / y se acerca el momento de regresar a la orilla, / quisiera que estés ahí, sentada en la arena, / cuidándome, desde la mínima distancia / posible entre los dos. Entonces abrazo / mi tabla de surf y cruzo los médanos / con el desconcierto de quien no cree en las palabras, / pero teme al silencio”. ¿Será ese yo masculino y su objeto binario, una mujer; será la tabla de surf? ¿Qué los hizo estar segurxs de eso? Cruzar esa vereda, aún en la ficción, aún en la lírica, es todavía desobedecer.
El primer libro que publicó fue Bizarría, en una edición de Nusud, en 1997, cuando tenía 24 años. Bizarría es un libro crítico que contraria la fiesta de los 90, que parece decir: esta liviandad es mentira, acá las cosas no funcionan, el terror que brilla en el ámbito privado, es sucedáneo de un terror social que pulsa desde la memoria infantil de la dictadura. El poema “Máquina del tiempo” dice: “Delicias de ahogada: me veo /-una niñita- cerrando la puerta. /A los seis años nadie sabe/ que hay donde esconderse / pero no hay donde el terror no acceda. / Espero que alguien mate / o que alguien muera. Natural/ como sonreír o estar despierta / mientras se toma una araña / por las patas (al sacudirla/ destila su veneno)/ Me escucho decir: /-Un reloj es un rompecabezas, / cuando todo pasó yo estaba / armándolo, pero faltaba siempre/ la misma pieza”. Una pieza que por supuesto faltará eternamente mientras haya poema, un lugar donde se manifieste el misterio, eso que, como dice John Berger, es condición del texto literario. Esa falta se enuncia en el epígrafe de T. S. Elliot para Geología, de 2001, también publicado por Nusud. Elliot dice: “No cesaremos en la exploración/ y el fin de todo nuestro explorar/ será llegar a donde empezamos/ y conocer el lugar por vez primera”. Podríamos decir que rige a Geología la idea de un retorno: como si no hubiera más que una pulsión de arranque, una especie de big bang que irá desplegándose en la vida, en la obra, buscando recuperar su originalidad. Dice en el poema “Grafito”: “Una noche de luna llena, en la hamaca del jardín,/ están sentadas. La madre canta una canción/ que repite y repite, podría decirse hasta el cansancio,/ sólo que la hija no se cansa: se encanta, se duerme./ Desde esa noche, para la hija, escribir /será escribir la pérdida de ese momento”. Esta es a mi entender una de las líneas que marcan la poesía de Masin, la flecha inversa de una melancolía que hasta libros muy posteriores como La cura seguirá ilusionada con volver al punto donde el mal (familiar, individual, social) se originó, para evitar su emergencia. El gesto retrospectivo e introspectivo es desobediente de la velocidad de una cultura que desprecia el tiempo lento de la sanación, sin la cual las propias fuerzas no pueden ser recuperadas. La lírica de piedra de Geología marcó en la poesía de esta autora nacida en 1972 en Chaco, un salto hacia un estilo que no dejó de profundizar hasta La siesta.
Otro modo de desobedecer es hacer del lenguaje una ciénaga de la que no se sale rápidamente sino hasta después de haber visto florecer el loto, embarrarse para transformar el veneno en medicina. Esto implica cierto sufrimiento al que Claudia Masin no le escatima porque una poesía como la suya cumple, sobre todo en ciertos libros, una función social: darle voz a la revuelta propia que termina siendo la de lxs otrxs también. Una caña de pescar, un cedazo que trae a la superficie la vida en las profundidades. Lxs poetas son así una suerte de canalizadorxs de verdades comunes, no asequibles a primera mano, pero indispensables en la dinámica colectiva. Desobediencia siempre, indiferencia jamás. Dice Claudia en el “Sol”, de La cura: “Ay de la ingenuidad / con que a veces pensamos que la indiferencia protege: /es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho / cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte / sobre nuestra casa, que no es un rancho / abandonado a su suerte, pero que tiene las raíces carcomidas / aunque aparente ser un árbol sólido. A la hora / en que algo se desploma, da igual /si parecía hermoso y fuerte. Es de eso / que estamos enfermos: de los días felices, / resplandecientes de verano /donde no faltaba nada, y crecíamos / mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos / por la sombra que dábamos,/ sobre quiénes caía, de qué luz los privaba”.
La desobediencia. Poesía reunida.
Claudia Masin Editorial Hilos