Desde que al cine argentino se le antepuso el “Nuevo”, el mar es sinónimo de purificación, de reinicio, de la purga de un pasado con miras a un futuro distinto. Como si la sal curara heridas físicas pero sobre todo emocionales, hombres y mujeres de todas las edades se sumergen en las aguas del Atlántico para renacer y dejar atrás quienes fueron. Las olas no es estrictamente argentina, como así tampoco su realizador: Adrián Biniez nació en Lanús pero hace años se afincó en Montevideo, y su última película es, al menos en términos de producción, más de aquél lado del Río de la Plata que de éste. Quizá por eso el mar cumple aquí un rol distinto, más cercano al de las aventuras marítimas de tintes fantásticas de la literatura del siglo XIX que a la expiación intimista. Un linaje que el propio Biniez reconoció en la entrevista al suplemento Radar del último domingo y que como director valida incluyendo títulos de clásicos de aquel género en las placas que funcionan como separadores de los distintos capítulos, con especial predilección por la obra de Julio Verne, algunas de cuyas líneas sirven para el desenlace.
Como en los libros del autor de La isla misteriosa, La vuelta al mundo en ochenta días y Viaje al centro de la Tierra, por citas algunas referencias usadas en los separadores, Las olas presenta un universo en el que la aventura imposible es falible de volverse real. Estrenado en el último Festival de San Sebastián, el tercer largometraje del responsable de Gigante y El 5 de Talleres abre con varias tomas de distintos puntos de Montevideo, terreno en el que Alfonso (Alfonso Tort) se mueve como pez en el agua y cuyas paredes contienen, como una piel, las huellas de su historia personal. La cámara lo encuentra casi como al pasar, vestido de traje y corbata, recorriendo distintas licorerías por motivos que en principio se desconocen. En principio y al final también, puesto que el film omite cualquier explicación sobre el tema. Una omisión que, lejos de agujero narrativo, se corresponde al valor anecdótico de su potencial oficio. El núcleo del relato despliega sus alas después de que Alfonso se ponga la malla para un baño en las aguas de la rambla, allí donde el río amarronado empieza a dar paso a las primeras corrientes de agua salada.
Las cosas empiezan a enrarecerse cuando salga del agua en un tiempo con indisimulables coordenadas del presente aun cuando lo que vea –¿imagine?– sean escenas de su infancia y juventud. ¿Qué ocurrió? ¿Acaso es un sueño? ¿Un viaje alucinatorio? ¿Una introspección con fines terapéuticos, de reconciliación interna? Poco importan los motivos del choque de temporalidades, dado que en Las olas la fantasía, lo onírico y los recuerdos se entrelazan hasta volverse un todo imposible de disociar. Lo primero que ve Alfonso es a una pareja de cincuentones que en realidad son sus padres. Padres que lo tratan como a un chico –mamá le hace un sánguche, papá se enoja porque se portó mal– aun cuando él siga siendo el mismo cuarentón de siempre. Otro chapuzón y ahora el encuentro es con aquellos amigos de la adolescencia, cuando el entrecruce de miradas con las chicas era el mejor combustible para la explosión de las hormonas. “¿Voy a seguir haciendo música a los 35 años?”, le pregunta uno de esos jóvenes, aceptando sin un atisbo de sorpresa que aquel hombre es y a la vez no es su amigo.
El pedido de explicaciones a una ex que marcó a fuego su corazón (con la actual pareja de ella como involuntario pero cómodo testigo), largas charlas veraniegas y un campamento en un bosque son algunas de las postas de un viaje por las etapas clave de la vida de Alfonso. Un viaje que marca un nuevo quiebre en la filmografía de Biniez. El realizador pasó de la observación lacónica de un guardia de seguridad en Gigante al costumbrismo futbolero y barrial con El 5 de Talleres, y ahora a un recorrido lo-fi, sin estridencias ni quiebres de guión, tan derivativo en su estructura como naturalista en su registro, que fluye con el ritmo cansino e hipnótico de las olas espumosas durante el verano.