“Los gatos seguirán ronroneando y bebiendo leche mientras las paredes de su casa se desmoronan a su alrededor”, escribió Charles Bukowski en una carta fechada en diciembre de 1960. Todavía no había adoptado la “religión” felina. La predicó, con el fanatismo del converso, casi veinte años después, cuando en 1978 se mudó a San Pedro (Los Angeles) con Linda Lee. Los perros desaparecieron casi por completo de sus poemas y su narrativa para dedicarse exclusivamente a los gatos. “No busques espíritus ni dioses en los gatos (...) Un gato representa la maquinaria eterna, como el mar. No se acaricia el mar aunque sea bonito; si acariciamos los gatos es porque se dejan. Los gatos no tienen miedo, acaban entre el oleaje y las rocas e incluso durante una lucha mortal no piensan en nada salvo en la majestuosidad de la oscuridad”, concluyó en esa carta. Gatos, publicado en la Colección Visor de Poesía (Ediciones Continente), es un compendio excepcional de poemas y prosas de Bukowski editado por Abel Debritto.
Como advierte el editor en el prólogo, la voz poética de Bukowski (1920-1994) experimentó varias transformaciones profundas: “del tono lírico, en ocasiones inconexo y de tipo duro pasado por el alcohol de los primeros tiempos a las reflexiones filosóficas, claras y concisas, previas a su muerte, pasando por los poemas directos, semipornográficos, en apariencia machistas, y cómicos de la década de 1970 que le granjearon la no siempre merecida fama de viejo verde de la literatura contemporánea estadounidense”. No pierde la ironía corrosiva ni la mordacidad, aunque los felinos devienen una pasión existencial irrevocable. “El gato sin cola y bizco llegó un día a casa y lo dejamos pasar. Ojos color rosa. Vaya tipo. Los animales son una fuente de inspiración. No saben mentir. Son fuerzas naturales. La tele me pone enfermo en cinco minutos, pero miro a un animal durante horas y solo veo gracia y gloria, la vida tal y como debería ser”, plantea el escritor estadounidense en uno de los textos en prosa.
Bukowski, que define al gato como “un diablo hermoso”, menciona a algunos miembros de su entrañable “pandilla”. El quiso llamar a sus gatos con nombres muy literarios –Ezra, Céline, Turguénev, Ernie, Fiódor y Gertrude–, pero fue Linda Lee quien finalmente los bautizó: Ting (negro con “guantes” blancos en sus patitas), al que está abrazado en una foto, logra el milagro de robarle lo más parecido a una sonrisa al hombre rudo de la literatura estadounidense; Ding, Beeker, Bhau, Feather y Beauty. “Estar rodeado de gatos es un regalo –subraya en otro de los textos–. Si estás deprimido, basta mirar a los gatos para sentirse mejor porque saben que las cosas son como son. No se entusiasman por nada. Ya lo saben. Son salvadores. Cuantos más gatos se tienen, más se vive. Si tienes cien gatos vivirás diez veces más que si tienes diez. Algún día esto se sabrá y la gente tendrá mil gatos y vivirá eternamente. Es absurdo”.
A Ting le dedica el poema “mi gato, el escritor”: “mientras escribo sentado frente a/ la máquina de escribir/ Ting descansa/ sobre el respaldo de la/ silla.// mientras/ tecleo esto/ se mete en un cajón/ abierto/ y luego sale y sube al/ escritorio.// ahora/ olisquea la/ página/ y me observa/ escribir.// deja de hacerlo/ y se marcha/ para meter el hocico en/ una/ taza de café.// vuelve/ y se pone delante de la/ página./ juguetea con la cinta con la/pata.// aprieto/ una tecla y/ pega un salto.// ahora/ se sienta y me observa/ teclear./ he colocado la copa de vino y la/ botella/ al otro lado de/ la/ máquina de escribir.// en la radio suena una canción/ de piano/ mala.// Ting sigue sentado mirando/ la/ máquina de escribir.// ¿querrá ser/ escritor?/ ¿o lo fue en el/ pasado?// no me gustan los/ poemas almibarados/ sobre gatos/ pero acabo de escribir/ uno”. La visión sobre los gatos del autor de novelas como Factótum, La senda del perdedor y Pulp, entre otras, como señala Debritto en el prólogo, se torna un tanto trascendental, cuando en uno de sus poemas concluye con dos versos en los que afirma que los gatos “son mis maestros”. Si alguien pudiera tener alguna vacilación o duda, un texto en prosa ratifica esa trascendencia. “Subí por el callejón de entrada de casa. Los gatos estaban tirados por todas partes, agotados. En mi próxima vida quiero ser gato. Dormir 20 horas al día y que me den de comer. Pasarme el día lamiéndome el culo. Los humanos son demasiado miserables e iracundos y siempre están haciendo cosas”.
Hay una maravillosa fusión entre los felinos y Bukowski, que cada vez tiene más gatos. “Cuando los elementos me atenazan y paralizan, me limito a mirar a mis gatos. Tengo 9. Miro a uno de ellos, dormido o medio dormido, y me relajo. Escribir también es mi gato. La escritura me ayuda a plantarle cara a todo. Me apacigua. Aunque sólo sea durante unos instantes. Luego se me cruzan los cables de nuevo y vuelta a empezar de cero”.