Generalmente los días posteriores a los partidos Moscú muestra su cara más serena. Quizás la más cercana a la que es cuando no está disfrazada en modo Mundial. Y dentro de esa cara nos encontramos con una ciudad cosmopolita, pero más rusa que la que vivimos en este último mes. Porque hoy, hace exactamente 30 días, pisábamos la tierra de los zares, la Revolución de Octubre y el vodka. Desde ese día hasta hoy pasaron todo tipos de historias que pudimos contarle a los nuestros por las distintas vías de comunicación que existen en esta era en la que las distancias se desintegran gracias a la tecnología. Porque no importa que uno esté acá y el otro cruzando el Atlántico. Ese chip minúsculo, que me obligó a comprar mi mamá ni bien pisamos el aeropuerto de Sheremetyevo, es nuestro nexo al mundo. Acá y allá. No importa el lugar. Siempre estamos buscando una mejor señal de Internet para no desconectarnos del mundo. Porque, lamentablemente, hoy nos sentimos conectados solo cuando tenemos señal en el celular. Y eso a más de trece mil kilómetros de distancia con el día a día potencia esa dependencia.
Pero hasta hoy la situación venía controlada. El milagroso chip de la empresa Tele2 que pagamos solo 700 rublos (menos de 350 pesos) nos había hecho mucho más felices que el que tenemos en Argentina, que suele abandonarnos de vez en cuando. Pero hablamos en pasado porque hoy, 12 de julio, nos pasó eso que tanto temimos. Salimos a la calle y el celular no tenía más datos móviles. No teníamos Internet. Hicimos lo que estamos acostumbrados en Argentina pero no hubo solución milagrosa. Estábamos solos ante la ciudad. Una ciudad que no es nada fácil, a pesar de ya tenerla bastante familiarizada. Nos habíamos convertidos en una imagen triste. Porque hay pocas imágenes más tristes que la de un turista en el momento que se da cuenta que se acaba de quedar solo con su barrera idiomática y sin Google Translate (la figura del Mundial) que lo salve.
La nuestra fue ni bien pusimos un pie en la calle. Cuando se apagó el wi fi llamado kg2 que nos protege en la casa que alquilamos en la parte sur del conurbano moscovita el peor panorama apareció. El mensaje de un amigo fue el desencadenante. “Estoy en Karai Gorod. Te espero ahí. Fíjate qué combinación tenés que hacer”. No buscamos la combinación que había que hacer porque siempre confiamos en el Maps. Pero la realidad nos chocó de frente a las dos cuadras y después de reiniciar el celular. No había caso. Los datos móviles no existían más.
La solución era a buscar un local de la empresa que nos había bien vendido el chip. La memoria, esa que usamos poco para recordar donde quedan los lugares porque eso es una tarea de Internet, tenia un vago recuerdo de haber visto una tienda no muy lejos, pero depositar toda mi confianza en mi amigo el celular me jugó una mala pasada. Porque mi memoria tenía información de poca relevancia para ese momento de suma importancia. Estaba claro que recordar la diferencia entre una célula eucariota y una procariota (que ocupa un lugar en mi memoria) no me iba a ayudar en ese momento. Y no lo hizo. Como tampoco tratar de comunicarme con cada ruso y decirle la palabra teledva (Tele2), a ver si nos indicaba el camino a la tienda. Rendidos y, con media hora de retraso, el nuevo destino era ir al subte en busca del milagro.
Llegamos al subte con la esperanza de que el wifi del Metro más famoso del mundo nos devolviera al mundo. Hacia una hora que estábamos aislados, sin saber nada de nada. Y no estamos acostumbrado a eso. Al menos en este Mundial. Pero no hubo caso, la estación Novogireevo no nos daba buenas noticias. Había que mirar el gigantesco metro moscovita de más de 212 estaciones. Nosotros debíamos encontrar una. Y después de fijarnos, lo encontramos. Y hacia allá fuimos. El único detalle era ver dónde nos juntábamos con nuestro amigo. Llegamos a ciegas al punto convenido, tarde, y con nuestro amigo ya enojado de esperarnos.
Pero luego de las disculpas pertinentes y, de que me prestara un poco de su Internet, busqué en Google Maps una tienda que nos resuelva el problema. Había una no tan lejos. Solo a un par de estaciones de distancia. Fuimos. Y al llegar la respuesta de la simpática señora que nos atendió pensé, automáticamente, en el veinteañero que nos vendió el chip y nos dijo que nos duraría todo el Mundial o hasta que se acaben los 20 gigabits disponibles. “El chip dura un mes. No importa si lo usaste o no. Deben comprar otro”, nos dijo en un sorprendente brillante inglés. Y no quedó más remedio que abrir la billetera y empezar a contar los rublos...