La puerta del vestuario se abre y, no importa cómo, mis ojos están ahí y ven aquello que nunca pensaron ver. Hay una mesa de madera cuadrada y gastada que pasaría desapercibida en cualquier otro lugar que no fuera en ese recinto en el que sirve de red para un improvisado fútbol-tenis que, a los saltos y gritando por todo el vestidor, juegan Aldair, Cafú, Julio Baptista y Rivaldo. Se insultan en chiste. Aplauden. Pelean por los puntos. La vista se pega a cada uno de los detalles: este instante único e íntimo no durará por siempre y esa inminencia ya aploma.
Cafú tiene puestos unos botines, unas medias de fútbol y un pantalón amarillo. Como dejó la remera a un costado, la evidencia de su torso asegura que está mejor físicamente que cuando jugaba. Un amigo que anda por ahí pasa un dato que lo expone: una noche, cerca de las tres de la mañana, mientras trabajaba con la computadora en el lobby del hotel, vio al ex lateral brasileño pasar caminando y pedir que le abrieran el gimnasio para correr un rato en la soledad de la madrugada. Aldair, por su parte, tiene una camiseta como vincha y gesticula sin parar. Baptista es el más serio, vino vestido todo de negro y tiene un moderno bolso de una marca carísima en la que trae un pantalón, un saco y una camisa. Su elegancia no se negocia. Rivaldo, en tanto, podría estar en la playa. Descalzo y con sus delgadas piernas se mueve de un lado al otro y captura cada pelota como si tuviera un chicle en la punta de su dedo gordo.
Por alguna razón, se acerca Cafú. De golpe, aunque jamás nos vimos, me saluda. Cuando no sé qué decirle, me salva el descanso entre punto y punto, que dura poco y lo mete otra vez en la contienda. Entre él y Aldair están volviendo loco a Rivaldo, el destinatario de sus bromas. Sin embargo, hay algo en esa leyenda del lateral derecho que me cautiva. No quiere perder a nada. Pelea cada punto de ese fútbol-tenis como si de una pelota de la final de Corea-Japón 2002 se tratara. De fondo suena un compilado de música brasileña y reguetón y, aunque baila y se divierte, no descuida la acción ni un momento. Rivaldo cede. Entre ellos se abrazan y festejan. Cafú es buenísimo al fútbol-tenis.
Un rato después, los mismos protagonistas están jugando un partido de fútbol 5 contra un rejunte de cracks italianos. Además de los cuatro del fútbol-tenis, en su formación se agolpan Faryd Mondragón, Mario Yepes, Hernán Crespo, Juliano Beletti, Vicente Sánchez y algunos más. Enfrente, Christian Abbiati, Massimo Oddo, Luigi Di Biagio, Marco Delvecchio, Paolo Maldini y Gianluca Zambrotta acompañan a uno de los mejores seres humanos de este planeta. Francesco Totti aparece en la cancha y conmueve. Verlo caminar alcanza para sacar algunas conclusiones. Ese hombre jamás se despeinó, jamás hizo fila para un trámite en un banco, jamás vio como su tostada se caía al piso del lado de la mermelada, jamás pinchó y cambió un neumático y jamás se manchó las manos con carbón. Totti transpira perfume.
El encuentro va y viene con una velocidad imparable. No parecen ex jugadores. Julio Baptista tira una bicicleta, hace un golazo memorable y levanta el aplauso de los casi 100 tipos que miramos el partido y no podemos creerlo. Unos minutos después, desanda su camino individual y priva a sus compañeros de varios tantos más: Baptista es bastante morfón. Rivaldo la pasa y la pasa. Cafú va de nueve cada vez que puede. Crespo, como un tanque, empuja todas. Sin embargo, los italianos son impasables. Se ponen arriba rápido y, fieles al catenaccio, se refugian y hacen tiempo. Se mete fuerte. Cafú reta a los suyos y pide más. Sale gambeteando. Patea. Vuelve a patear. No puede. Al final, los italianos se imponen con gol de Di Biagio.
Media hora más tarde, el mismo vestuario que era alegría y carnaval, ahora es tristeza. Aunque está en Moscú invitado por la FIFA e incluso cuando el partido que acaba de terminar no definía más que el pasaje a la final de un torneo informal entre cracks, Cafú deja de sonreír por primera vez en toda la jornada. Mientras el resto pasa por las duchas, todavía se lamenta por el resultado. Quería ganar. Vuelvo a cruzarlo en la puerta de la cancha. Sigue con el mismo gesto apesadumbrado. Cuando voy a acercarme, dos chicos lo frenan para pedirle una foto y le aseguran que lo admiran hace años. En un segundo, su malhumor se va de Rusia y los abraza para la selfie. Ya sonríe de nuevo. Sin decirle nada, lo miro y pienso en lo lindo que debe ser tener de amigo al mejor lateral brasileño de la historia.