Dos historias mínimas, aparentemente desconectadas entre sí.
A la salida del colegio, el rector nos acompaña un par de cuadras, por Migueletes. Somos unos diez adolescentes vestidos con ropa deportiva, alumnos del instituto San Román, barrio de Belgrano. Corre 1983 y la dictadura languidece con más énfasis que las ideas que la hicieron posible. Aunque somos un estorbo en la vereda, no nos damos cuenta. No vemos, por ejemplo, que una parejita, tomada de la mano, intenta abrirse paso entre nosotros. Tienen nuestra edad, poco más, poco menos. A simple vista se ve que son pobres. La chica está embarazada. El pibe, sin querer, roza con su hombro a nuestro rector, el honorable señor Baena. Y le dice algo, que no escuchamos. Cuando ya está seguro de que la parejita está lo suficientemente lejos, el señor Baena frena su marcha, nos junta y nos dice: “¿Ven? Para eso sus padres los mandan a este colegio. Para que vayan a la universidad y no terminen como esos dos”. Se me cruza por la cabeza preguntarle al señor Baena en qué consistiría, exactamente, “terminar como esos dos”, pero no me da tiempo. Se lo ve ansioso al señor Baena, como si de ese pequeño incidente debiera extraer una conclusión que habría de servirnos para toda la vida. No se puede advertir, a priori, qué es lo que le molesta: si la parejita pobre, o la parejita que parece quererse, o la chica soltera embarazada.
Parece que es un poco de todo eso, cuando concluye: “mientras ustedes están acá, saliendo de estudiar, yendo a hacer deportes, ellos están a la deriva, perdidos de Dios. ¡Deberían estar trabajando!”. Uno de mis compañeros agrega, de inmediato: “O estudiando en el San Román...”. Los otros pibes no lo entienden, o no lo escuchan, pero el señor Baena larga una carcajada seca, de esas que revelan una intención. La intención es que interpretemos que lo que dijo mi compañero fue un chiste.
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Al furgón del tren que cubre el trayecto Temperley-Haedo suben changarines del Mercado Central, cartoneras y cartoneros, guachines y limpiavidrios eventuales. Entre ellos, se mete un chabón tipo Chizzo de La Renga, con un tatuaje de Cristo en un brazo y una voz que sacude a todos los que estamos alrededor: “Ey, gatos, hoy no se van a salvar de mí, eh, Rollin’ estones a pleno!!!”. Le manguea una seca a unos pibitos que están fumando en un rincón y sigue: “A ver, que vengan los cobanis al furgón, que hoy manda el Gasolero!!!”. Saluda a dos pibas que se bajan en San Justo y le grita algo –no distingo si es una amenaza o un saludo efusivo– a un tipo que se sube a otro vagón. De repente me mira fijo y me pregunta: “¿Y vos qué estás leyendo?”. Y yo, apoyado en mi bicicleta destartalada, por un prurito imbécil –acaso esa condescendencia clasemediera que encubre cierto gorilismo aprehendido en el San Román– le digo: “No... eh... nada, un libro de historia...”. Me da cosa, en ese ámbito, decir “Dostoievski”. Qué sé yo. De puro boludo culposo. El chabón se acerca, mira el libro, se queda pensando unos segundos y me dice: “¿Pero vos me estás tomando por pelotudo? Esto no es un libro de historia, ¡esto es el ruso Dostoievski! Qué te pensás, que no conozco a Dostoievski? Crimen y castigo, Los Hermanos Karamazov... ¡una masa los rusos!”. Me saca el libro, lee el título y baja un cambio con sus imprecaciones : “Ah, capo, acá me cagaste: ‘La aldea de Stepanchikovo’. Este no lo leí. ¿Qué tal está?”
–No tan bueno como Los hermanos Karamazov. Pero es más liviano.
–Cuando estaba encanutado me leí todo: Dostoievski, Tolstoi, Bukowski. Jajaja, ya sé que este no es ruso, es yanqui. Cuando volvíamos de la biblioteca, a los cobanis dos por tres se les daba por cagarnos a palos. No sé por qué, se ve que les daba bronca que leyéramos... Ahora no leo más.
–¿Ahora qué hacés?
–Soy... empresario independiente... jajajaja (la carcajada se debe oír desde la próxima estación).
El chabón dice “me bajo en la próxima, tengo que laburar”. Me da la mano, les pega un último grito a sus compañeros de furgón y antes de tirarse al andén de la estación Ingeniero Brian le deja el encargo al guachín que vigila la puerta: “Cuidámelo a ‘Stepanchi’”. El guachín no le entiende bien, parece, pero se queda expectante, pispea cada tanto hasta que la llegada a la terminal de Haedo nos vuelve a separar para siempre.