En 1882 el diario Pittsburgh Dispatch recibió una carta de réplica a un artículo titulado “¿Para qué sirven las mujeres?”, el cual concluía que “para estar en el hogar”. Firmaba la misiva crítica una tal La Huerfanita y el director del diario no solamente la publicó: hizo un llamado a los lectores pidiéndole a la autora acercarse a la redacción. Esa pluma incisiva y medular resultó pertenecer a una chica de 21 años llamada Elizabeth Cochran, a quien contrataron de inmediato. Se dedicaría a investigar temas de denuncia social bajo el pseudónimo Nellie Bly.
Al año siguiente se fue a vivir a México, de donde fue expulsada por el dictador Porfirio Díaz por denunciar sus corruptelas, y en 1887 comenzó a trabajar en el New York World de Joseph Pulitzer. Antes de emprender el gran viaje alrededor del mundo se había hecho famosa por su periodismo de inmersión en lugares donde se hacía pasar por otra: fue mucama de ricos, obrera en una fábrica de cajas y loca en el manicomio de la isla Blackwell en Nueva York, donde las condiciones de internación eran pésimas. Lo que más la impresionó de su estancia allí por diez días fue que nunca simuló estar loca, sino que se comportó como en la vida real: “Aunque suene extraño, mientras más sensatamente hablaba y actuaba, más loca me creían”.
EL GRAN VIAJE Un domingo Nellie Bly estaba pensando ideas para proponer en el diario pero no se le ocurría nada. A las 3 de la mañana se dijo que en ese momento le hubiera gustado estar en la otra punta de la tierra. Así le surgió la insólita idea de dar la vuelta al mundo en menos de 80 días, en un momento en que la novela más famosa de Julio Verne era un éxito global. Su editor le dijo que ya había pensado en esa idea y que su plan inicial era enviar a un hombre, pero fueron a consultarlo al gerente general, quien se expidió:
–Es imposible para ti hacer un viaje alrededor del mundo. Primero porque eres una mujer y necesitarías protector, y además, aunque pudieras viajar sola, necesitas tanto equipaje que te sería imposible ir rápido”.
–Muy bien, manda a un hombre, que salga ya... Yo partiré el mismo día, lo escribiré para otro diario y llegaré antes.
La determinación fue tan firme y convincente que, luego de analizarlo con Pulitzer, ella fue la elegida.
Según cuenta en su crónica, empacar todo en el bolso de mano fue la tarea más dificultosa. Se las ingenió para incluir dos sombreros, tres velos, un par de ojotas, artículos de baño, tinta y lapiceras, papel, agujas e hilo, una bata, un blazer, una petaca de acero, una copa, juegos de ropa interior, pañuelos y un frasco de crema. Lo único que no cupo fue un vestido extra para el cual necesitaba agregar un paquete: optó por sacrificarlo.
El diario le dio 200 libras en oro y billetes. El oro lo llevó en el bolsillo y los billetes en una bolsita de gamuza atada alrededor de su cuello. Alguien le sugirió llevar un revólver, pero se negó.
El 14 de noviembre de 1889 a las 9.40 la periodista partió a recorrer más de 40.000 kilómetros, vistiendo su traje negro largo y un abrigo a cuadros. A los seis días desembarcaba en las costas inglesas de Southampton, donde tomó un tren a Londres y luego cruzó el Canal de la Mancha, dándose el lujo de desviarse camino a París para visitar a Julio Verne en su casa de Amiens.
Verne se mostró muy interesado en conocer el itinerario de Bly:
–¿Por qué no piensa usted ir a Bombay como mi personaje Philleas Foggs?
–Porque estoy más interesada en ahorrar tiempo antes que en salvar a una joven viuda.
Entonces fueron al hall guiados por la luz de un candelabro que iluminó un mapamundi en la pared. Allí Verne comenzó a señalar unas marcas azules hechas en lápiz con las que planeó su novela. Entonces se dedicó a analizar los tramos en que coincidían y diferían el viaje de la ficción con el de la realidad que Bly pretendía hacer en 75 días. Brindaron con vino y Verne le dijo a la aventurera –trasluciendo un dejo de desconfianza– que, si lograba su hazaña, la aplaudiría con las dos manos.
Un tren la llevó a Brindisi en el sur de Italia y tomó un vapor por el Mediterráneo hasta Port Said en Egipto para atravesar el Canal de Suez. Después cruzó el Mar Rojo y el de Arabia haciendo escala en Yemen. Entonces atravesó el océano Índico con escala en la isla de Ceilán para seguir hacia Malasia, Singapur y Hong Kong. Luego desembarcó en la única ciudad fuera del imperio británico: Yokohama en Japón.
Sobre los japoneses apuntó en su diario que “adoptan cualquier hábito que sea una mejora de algo”. Por ejemplo, los hombres usan vestimenta occidental por ser más práctica y cómoda. En cambio las mujeres no: los vestidos occidentales les resultan inconfortables y prefieren los kimonos. Optaron de todas formas por incorporar la ropa interior occidental, una novedad para ellas que antes no utilizaban ninguna. Y la prueba de la superioridad de los kimonos en comodidad sería, según Bly, que las occidentales en Japón los habían incorporado a su cotidianidad hogareña. Los japoneses le resultaron muy agradables y simpáticos, todo lo contrario que los chinos.
HACIA LA META El último tramo por mar fue en un vapor hasta San Francisco, en la costa oeste de Estados Unidos. Finalmente tomó un tren de un solo vagón, un charter que debió enviarle el diario para llegar a tiempo ya que los servicios regulares estaban cortados por la nieve: viajaba con dos maquinistas y un mono que había comprado en Malasia. En cada ciudad norteamericana por donde pasaba, Bly era recibida como una heroína nacional con bandas musicales y multitudes de hasta 10.000 personas.
Llegó a Nueva York por el lado opuesto del que había partido el 25 de enero de 1890, luego de 72 días, 6 horas, 11 minutos y 14 segundos, un record mundial para la época que pronto sería batido. De inmediato recibió un telegrama de Julio Verne con la felicitación.
Durante la gira Bly iba mandando crónicas que elevaron las ventas del diario a niveles inéditos, convirtiéndola en una celebridad en tiempos en que no había televisión y la prensa escrita tenía muchísimo peso. El señor Pulitzer lanzó un concurso de apuestas muy popular –acaso inspirado un poco en la novela de Verne– para que los lectores adivinaran cuánto tardaría exactamente la aventurera en completar su apurado viaje.
La crónica se publicó también en forma de libro bajo el nombre La vuelta al mundo en 72 días, donde abundan comentarios sobre las condiciones de vida de la población, la organización sociopolítica de los lugares y el trato a la mujer. También surgió un juego de mesa inspirado en su viaje. Pero a pesar de las ganancias exorbitantes, el diario no le hizo ningún reconocimiento económico especial. Bly, ofendida, renunció.
En 1895 su vida tuvo un giro extraño: se casó con un empresario 40 años mayor que ella. Nueve años después enviudó y se hizo cargo de la empresa, otorgando derechos sociales inéditos para la época. Pero se fundió y debió regresar al periodismo. Acosada por los acreedores emigró a Inglaterra y al estallar la Primera Guerra Mundial se convirtió en la primera mujer corresponsal de guerra.
En 1919 regresó a Nueva York, retomando la profesión de su vida, pero el 27 de enero de 1922 murió –con 57 años– de una neumonía. Su paso por la prensa marcó senderos, no solo por demostrar que se podía dar la vuelta al mundo en poco tiempo, siendo además mujer, sino que con ella por primera vez el periodismo les dio valor a historias de gente común inaugurando la modalidad investigativa que bucea en los submundos más injustos de la sociedad.