Mi hermana acaba de darme la noticia de la muerte de Piglia, y lo primero que me viene a la mente, más allá de los encuentros periodísticos que mantuvimos al cabo de años, son los pasajes de su libro “El último lector”, un magnífico ensayo, en particular los dedicados al Che Guevara lector. Piglia ausculta con su penetrante agudeza al personaje cuyo compromiso con la revolución lo ubicó en la movilidad perpetua –-nada menos apropiado para un lector--, y que, sin embargo, hasta en su trágico final en Bolivia, ya sin fuerzas, lleva libros encima. Cuando es detenido en Ñancahuanzu lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en un costado derecho, donde guardaba su diario de campaña y sus libros.
Piglia admira a ese lector contra toda adversidad y lo compara con otro revolucionario, y lector extraordinario, sometido, en cambio, a la inmovilidad: Antonio Gramsci.
Dice que Gramsci es el ejemplo opuesto y simétrico al del Che Fue el político separado de la vida social por la cárcel, que se convierte en el mayor lector de su época. En prisión Gramsci lee todo el tiempo, lee lo que puede, todo lo que logra filtrarse en las cárceles de Mussolini. El mismo decía que leía por lo menos un libro por día. Está siempre pidiendo libros y, dice Piglia, de esa lectura continua, de ese hombre sólo, inmóvil, aislado, en la celda, nos quedan los Cuadernos de la cárcel, que son comentarios extraordinarios de esas lecturas.
Siempre me imaginé que Ricardo Piglia se sentía en parte en la piel de Gramsci (hasta le encuentro un parecido físico), en su caso moviéndose poco para “teletransportarse” por los libros. Y fue, más allá del gran narrador, nuestro gran lector, el hombre que nos legó nuevas formas de descifrar nuestra cultura. Un faro que sigue iluminando.