“Una vida no se divide en capítulos”, decía Ricardo Piglia que decía Emilio Renzi. Le gustaba la música y, sobre todo, le gustaban los músicos. Disfrutaba, decía, espiándolos en su quehacer. En sus conversaciones. Hay algo, en ese universo sonoro, en la manera en que se edifican esas extrañas narraciones sin argumento, que lo intrigaba. Que lo fascinaba. Al fin y al cabo la música tampoco puede dividirse en capítulos. En un cuadro que Gerardo Gandini tenía en su casa se los veía juntos. Había otras personas. Una mesa. Podía presumirse un asado. Era casi una escena de Saer. Con él compuso la que tal vez sea la mejor ópera argentina. Allí, en La ciudad ausente, había una máquina de cantar historias. “Se canta, como decía Gramsci –decía Piglia–, cuando ya no se puede hablar”.
Del contar al cantar había un deslizamiento. Y la música de Gandini funcionaba porque, lejos de imponerle su ritmo al texto, se dejaba habitar por él, por sus acentos, su fluir y hasta sus ironías. El nombre “Fujita” había nacido para ser cantado de esa manera por el profesor Russo. Y las voces fantasmales de la máquina habían encontrado allí su encarnación definitiva (¿eterna?). “De Gerardo Gandini aprendí muchas cosas, entre ellas a escuchar música de otro modo, como si la música ya estuviera grabada en la mente antes de empezar a escucharla y luego lo que se oye debe ser una confirmación de lo que se ha pensado que era”, contaba el escritor. Le gustaba, también, compararse con los músicos. “Ellos, en el jazz, improvisan sobre el standard y los escritores improvisamos a partir de la sintaxis y la gramática. Es decir, al escribir nos dejamos llevar por el ritmo, el tono y el fraseo, que avanza sin saber con claridad hacia dónde va, pero tratando de ser fiel a lo que yo llamo la forma inicial, que desde luego no está al principio, sino que se vislumbra y se busca hasta el final. Un escritor debe ser fiel a esa forma inicial a la que sólo imagina, pero a la que busca durante todo su trabajo y es su marca personal. Algo de eso hay, si no me equivoco, en la literatura y en el arte contemporáneo”.
Reflexionar acerca de la música, y sobre la relación que los músicos tienen con ella, le permitía pensar sobre la literatura. Cuando recordaba su relación con Gandini relataba: “No creo haber llegado a una posible perfección de la escucha, pero la vi vivir en Gandini. Pasamos juntos una temporada en una quinta y en esos días Gerardo preparaba un concierto de las piezas para piano de Schönberg, que iba a dar en el Instituto Goethe. Nunca ensayó esas obras, pero las tocaba en el pensamiento varias veces por día. Se iba a caminar por el parque y podríamos decir que mientras él caminaba en silencio la música de Schönberg parecía sonar magníficamente en todo el barrio. Hay que saber para poder escuchar, eso lo aprendí de Gandini. Hay una iniciación en la música que se va a escuchar, que permite, como se dice, seguir la composición al escucharla. Supongo que la improvisación intenta quebrar esa expectativa. La música funciona como el modelo más perfecto del arte. Porque no parece tener referentes, porque parece funcionar con puras formas. Pero a mí lo que me resulta interesante pensar es que en la literatura se usa el mismo material que en la vida cotidiana. Y uno piensa: qué bueno sería trabajar con un lenguaje diferente. Se aspira a eso.”