Cuatro verdades.
1) Al Francés lo llamamos El Francés desde la tarde en la que un tío suyo, equívocamente estimulado por la guita de una indemnización, anunció que quería vivir como "un señorito francés", vendió el Citroen Ami 8 con el que había andado hasta ese momento y se compró un Peugeot 504 cero kilómetro. Agrandado como estaba, ese tío hasta le prometió al Francés que, con el resto de la plata, lo iba a invitar a ver el Mundial de fútbol. Para cuando el Francés se empezó a entusiasmar con ese horizonte, al tío, víctima de alguno de los abismos argentinos, se le acabaron los recursos y, también, el corazón. Le dio un infartazo que lo dejó seco y, herencia única, el Francés recibió el Peugeot 504 para manejarlo no como "señorito francés" sino como taxista. Igual, a manera de legado o de homenaje, le quedó ser El Francés.
2) Al Croata lo bautizamos El Croata cuando era chiquito, la madre daba clase en segundo grado y el padre recorría caminos con un camión de reparto que nos parecía más grande que dos planisferios, tan pero tan impresionante que el propio padre del Croata aseguraba que una tarde subiría a su hijo al asiento del acompañante y ambos arrancarían rumbo hacia donde se hacían los Mundiales. Nada de eso explica que fuera El Croata, pero es que nunca nos respondimos y ni siquiera nos preguntamos por qué le pusimos así.
3) El Francés y El Croata se hicieron amigos durante la buena infancia en la que uno comenzó a ser El Francés y el otro comenzó a ser El Croata y jugaban juntos de marcadores centrales en un mítico equipo barrial en el que demostraban tanta eficacia que más de un vecino pronosticó que algún día iban a estar en un Mundial, en la final de un Mundial.
4) O el vecino exageró un poco o, más probablemente, en el país había marcadores centrales más solventes, por lo que el pronóstico no se cumplió y jamás fueron a un Mundial. Precisión: jamas fueron a jugarlo. A verlo, sí. A ver un Mundial fueron a Rusia, en el 2018, y juntos para deslumbrarse hasta, también juntos, disfrutar de la final. Juntos, como de costumbre, El Francés y el Croata porque la existencia es una aventura que cobija planes perfectos.
Una vida aguardando para llegar a un Mundial y a la final de un Mundial es eso mismo: una vida. El Francés y El Croata ahorraron mango por mango a través de las décadas a partir de los fines de semana en los que, para no gastar, regresaban desde los partidos en los que compartían su condición de marcadores centrales abusando de las zapatillas y escatimado el boleto de colectivo. Como intento inaugural, evaluaron embarcarse a Japón y a Corea en el 2002 pero los derrumbes de la moneda les castigaron las ecuaciones y la comida cotidiana. Luego, se arrimaron al avión para desembarcar en Alemania en el 2006 pero El Francés se enamoró perdidamente y, pese a que ese amor se perdió en el intento, lo que terminó perdido fue el viaje. Concibieron que la oportunidad llegaría en el 2010, pero entonces el que se enamoró fue El Croata, justo de una sudafricana que pretendía explorar la Argentina y no permanecer en Sudáfrica, la geografía que, coincidencia extraña, era la sede del Mundial. Lo más sencillo hubiera consistido en transformarse en mundialistas en Brasil en el 2014, pero como, en la adolescencia, el padre del Croata los había llevado hasta Florianópolis durante una semana en la que durmieron arriba del camión, resolvieron que era más interesante guardarse la ilusión para poner los pies sobre un suelo que por otro motivo no podrían pisar.
Entonces, el destino fue Rusia.
El Francés y El Croata planearon todo con la meticulosidad que había distinguido su asociación eficiente como marcadores centrales. Encontraron una combinación de tres vuelos casi barata, le alquilaron una pieza con dos colchones desvencijados a un primo de un ruso migrado al conurbano bonaerense, acomodaron los huesos en otro conurbano (el de Moscú, claro) a hora y cuarto de la Plaza Roja y sacaron entradas para los partidos de Argentina, para los partidos llenos de estrellas y para los partidos en los que no identificaban ni a medio jugador. Nosotros seguimos el proyecto con la constancia que conquistan los libros que no podemos abandonar y brindamos con ellos un segundo antes de perpetuarlos mil veces en mil fotos cuando los enfocamos en la escalerilla que conduce al avión. Verdad que la existencia es una aventura que cobija planes perfectos. Como ese.
El vértigo y los hábitos de la telefonía moderna nos permitieron comprobar, casi instante por instante, que la felicidad esperada tornó en felicidad ejercida. En la ceremonia de apertura, El Francés y El Croata lagrimearon abrazados entre sí y con un iraní y una dinamarquesa a quienes no les intuyeron ni un solo vocablo pero les corroboraron la inmensidad de sentirse en la gloria. Se pellizcaron para ver si no constituyó ficción que un caballero islandés le paró un penal a Messi pero eso no implicó que le reprocharan a Messi nada, recibieron de regalo dos camisetas verdes cuando México hizo del fútbol un cielo y se impuso a Alemania y no evocaron ni una sola tarde de sus lustros como marcadores centrales en la que la suerte los acompañara tanto como a los suizos en su empate frente a Brasil. Y en las puertas del subte que los desplazaba desde la pieza del primo del ruso hasta el corazón de la ciudad bautizaron una amistad generosa con un kisokero que les juró que su abuelo, en un mediodía de nieve, le había dado la mano nada menos que a Lenin.
La existencia es una aventura que cobija planes perfectos. Y, sin embargo, les tocaron dos episodios a los que, para qué mentirse, corresponde asumir como inconvenientes.
1) Durante la noche en la que Croacia le embocó tres goles a la selección argentina, en Nizhny Novgorod, ni El Francés ni El Croata le reprocharon nada a nadie porque, sin ser eruditos en tácticas de la cancha, habían aprendido del tío del infartazo, del papá camionero y de otras personas no barnizadas por los tremendismos y por las imbecilidades de la época que en el fútbol pueden ocurrir muchos desenlaces y, entre ellos, perder. El conflicto fue otro, surgió un instante después del último córner y a causa de una reflexión acotada pero exacta que fluyó desde los labios del Francés. Esta reflexión: "Qué cagada, Croata". Fue suficiente para que un argentino lo oyera y que, cabal como escasos hinchas, se acercara para felicitarlo. "Ganaron bien, señor Croata. Lo felicito por el equipo y por su castellano, que es impecable". Para cuando El Croata aspiró a aclarar que no era quien creían que era, unos doscientos simpatizantes croatas, embebidos en fiestas de victoria, lo habían incorporado como propio, le convidaban cervezas rusas y le pedían que oficiara de traductor delante de los argentinos para detallarles que no cantaban en contra de ellos sino a favor de su propia alegría. Después de un lapso de resistencia, de argumentaciones que nadie decodificaba, de detectarse con una camiseta croata alrededor del cuerpo que nunca supo cómo le arroparon y de extraviar al Francés entre las veredas y la multitud, se resignó. En la madrugada larga, con los ojos apoyados en las aguas confluyentes de los ríos Volga y Oká, terminó en un boliche de luces tenues escuchando historias de melancolías y de esperanzas de parte de croatas a los que ya no les importaban ni el triunfo nuevo ni las derrotas viejas sino, simplemente, estar ahí y vivos.
2) En el curso del atardecer de Kazán en el que unos muchachos franceses y jovencitos descerrajaron cuatro ráfagas de fútbol sobre la ilusión de los argentinos, El Croata y El Francés no confundieron la dimensión real de las malas noticias del deporte, se confesaron que una porción de lo que habían ido a buscar se acababa y que, de ningún modo, con esa porción acababa todo: habían hecho del mapamundi un pañuelo con el propósito de ver el Mundial y de ver la final del Mundial y en ese itinerario continuaban. "Francés, son muy buenos", resumió, sensato, triste y desdramatizante, El Croata. Una francesa de Lyon y de aires semejantes a la dama de la que El Francés se había enamorado perdidamente en el 2006 oyó esa apreciación, se despreocupó de converger o de diferir en el juicio del Croata, besó al Francés con la pasión con la que se besa en las jornadas en las que es factible todo, inclusive vencer a la Argentina y conocer a alguien al que, en español, llaman "Francés", y se lo apropió con tanta seguridad y con tantos besos que El Francés apenas alcanzó a saludar desde lejos al Croata, sin certezas de que El Croata fuera ese tipo al que de verdad saludaba.
Por lo que nos contaron, lo que vino fue maravilloso. El Francés y El Croata saborearon que una patria gigante como Rusia entregara sus emociones a la ceremonia de patear y de atajar penales con España, valoraron los intentos de Brasil contra Bélgica a pesar del pesar de la eliminación y asumieron que, aun sin exhibir pasta campeona, Inglaterra, en sus octavos de final ante los suecos, enderezaba los vínculos con el juego que proclama haber fundado. En cada una de esas circunstancias, los dos se recordaron que, aunque habían tardado, estaban cumpliendo un sueño.
Ellos y, además, otra gente. La banda de croatas amigos del Croata, por ejemplo, que, leal y generosa, invitó al Croata a vibrar la final del Mundial del lado croata antes de ir a narrar historias de melancolías y de esperanzas en algún boliche de luces tenues. O la francesa encendida por el Francés, que, crecientemente fogosa, le propuso al Francés expandir los besos antes, durante y después de esa final.
Marcadores central sincronizados, amigos desde siempre y hasta siempre, imaginadores de ver juntos la final de un Mundial durante la vida entera, El Francés y El Croata saben que la existencia es una aventura que cobija planes perfectos.
Y que a veces suceden cosas todavía mejores.