Tal vez nadie debería regresar nunca a los lugares donde alguna vez fue feliz, dijo el poeta; sobre todo si pese a que pasaron muchos años todavía es posible reconocer ciertas sensaciones o imágenes, tal vez la sombra en ruinas de un mediodía lejano, ahora recostado sobre la tapia de lo que fuera un antiguo almacén de pueblo, el sentimiento que genera oír el ladrido festivo de unos cuantos perros que no son los mismos y pertenecen a otro dueño y por lo tanto no reconocerán jamás nuestros pasos por la calle de tierra, la posibilidad de volver a ver las dos filas largas de pinos formando un túnel y esa experiencia tan íntima de estar llegando al mismo lugar perdido en los recodos de la memoria: la infancia esperándonos con toda su mitología y simbolismos, como quería Pavese. Y es justamente sobre la base de esto último que se desarrolla la trama de Tres hermanos, colección de cuentos o capítulos que también arman un hilo novelesco, de Esther Cross, partiendo de un hecho aparentemente simple: “Hace unos años recibimos noticias de mi padre muerto. Su pick up apareció en un desarmadero de América, al oeste de la provincia, durante un allanamiento. Alguien la había prendido fuego. La remolcaron al juzgado penal del pueblo pegado al campo. Siempre nos dio miedo que esa pick up trajera problemas, y después la olvidamos de a poco, como nos acostumbramos a la ausencia de Papá con el tiempo. Pero la aprensión estaba. Se activó en cuanto nos llamaron. Sabíamos que iba a aparecer, tarde o temprano”.
Las cosas sobreviven a la gente y siempre queda algo donde una vez hubo un hombre, es cierto. “La coherencia lo llevó a la soledad”, pensará su hija; y para entonces la única mujer de tres hermanos habrá recorrido en su auto los 600 kilómetros que la separan del campo, en Santa Rosa, lugar donde solía pasar largas temporadas de verano con su familia, allá por los años sesenta. Sólo que, al llegar al pueblo, la espera una noticia que no tiene tanta relación con su padre como con su propia infancia: un tal Esteban Jordán, un nombre que guarda un pasado sufrido y cuya vida ha degenerado en misterio y actos delictivos. “Esteban yiró un tiempo por el barrio Indio Trompa. Asaltó el quiosco de Leiguarda, que lo reconoció a pesar del pasamontañas. También se metió en la casa de la directora del Colegio Almafuerte, armado con un revolver con tambor y una escopeta recortada, que seguramente era la Centauro de Papá pasada por modificaciones básicas de herrería. Un tiro de escopeta abría un agujero enorme en el cuerpo de una persona. Había que apuntar de cerca. La directora también lo reconoció. Después Esteban se fue del pueblo, como los jóvenes que querían progresar. Se metió en una banda de piratas del asfalto. Tiraban miguelitos en la ruta para pinchar las ruedas de los camiones. Lo vieron montarse a la parte trasera de un camión desde una moto. No nos llamó la atención, era muy ágil: en el campo no sabíamos dónde terminaba él y empezaba el caballo, como si entre los dos formaran una criatura mitológica”.
Desentrañar ahora lo que hay detrás de esa noticia relacionada con Esteban Jordán y la infancia de la protagonista sería no solo revelar una parte sustancial de la historia sino también arrebatarle al lector el placer de reconstruir por si mismo la trama; porque una de las grandes virtudes que tiene Tres hermanos se encuentra justamente en su estructura: capítulos breves que cierran en sí mismos y dan toda la impresión de ser recuerdos que se imponen con la fuerza de quien se abandona a sus propios pensamientos mientras conduce su auto por la ruta. Al igual que un rompecabezas, cada una de las historias funcionan como piezas que colaboran para formar lentamente un gran paisaje de campo en cuyo centro conviven por un lado los problemas de los adultos con sus quehaceres diarios entre los animales y la tierra, sus secretos, mentiras y violencia como amalgamados a lo más brutal de la naturaleza y donde desfilan todo tipo de personajes entrañables: puesteros y caseros, dueños de historias increíbles sobre indios como las de don La Navarra o el mensual Gómez, por ejemplo, que tenía más de diez perros como familia y uno bravo, llamado Cabeza, al que debieron sacrificar por morder a uno de los chicos; la presencia enigmática de un croto que deambula por el campo y mantiene relaciones con una casera y el quintero Antonio Reina, un mensual borracho y lector incansable cuya tristeza profunda no está a la vista de los más pequeños, son apenas algunos de los personajes que tienen toda una vida compleja detrás como para respaldar cada uno de sus comportamientos o canalladas. Pero por el otro lado está lo más logrado de Esther Cross: su capacidad de síntesis ligada a una prosa depurada que permite que convivan la perspectiva adulta con la inocencia, el humor, las travesuras, los miedos y hasta el modo en que asimilan la muerte los niños, como la tragedia que les tocó vivir a la familia Furman cuando el pequeño Martín se cayó del caballo. “Los chicos se llevaban bastante bien. Se movían con gestos parecidos, que el hecho de andar por el campo –saltar alambres, pisar fuerte y con cuidado, pararse a oír– había calcado en sus cabezas. Pero había diferencias. La principal era que los Furman vivían en el campo y mis hermanos, no. Mis hermanos sabían de jets, ladrillos de encastre y figuritas. Pero cuando querían saber qué gusto tenía la carne de mulita, por qué cada tanto aparecía una lechuza colgada de la veleta del molino, dónde quemaban la basura, cómo era la vida sexual de las ovejas, consultaban la enciclopedia viviente Furman. La otra diferencia era que entre ellos no había una hermana. Yo no tenía doble en ese espejo. Entre el Furman mayor y Martín sólo había tiempo. Esa tarde, cuando encontraron el cuerpo de Martín en el monte, los parecidos se perdieron”.
Tres hermanos indaga sobre la vivencia de la infancia a un costado de la vida de los adultos; pero no ya con la nostalgia del paraíso perdido sino como una de las mayores experiencias humanas con todo lo hermoso y trágico que eso conlleva; sobre todo cuando, como en el caso de Esther Cross, el universo lúdico que plantea hace pensar en algo mucho más profundo que un modo de representación: acaso la clave de una manera de acceso al conocimiento que con los años se pierde, lenta, inexorablemente.