La noche del 18 de abril de 2002, Mario Garoglio trató de matar dos veces a Ivana Rosales, después de que ella le contara que había conocido a otro hombre y quería separarse. Con su esposo, empleado jerárquico de una empresa de servicios petroleros –donde sigue trabajando–, llevaba ocho años de convivencia, los últimos tres casados legalmente. Estaban regresando a Plottier en el Ford Fiesta gris de la pareja, cuando Garoglio se desvió de la ruta y en un paraje solitario cerca del aeropuerto de Neuquén intentó ahorcarla con un alambre: Ivana se desvaneció y se despertó en el baúl. Gritó para que la liberara y su esposo le golpeó la cara y el cráneo con una piedra. Creyéndola muerta, el hombre fue a su casa, se despidió de los tres hijos de ambos y se entregó en la comisaría de Plottier: “Le pegué a mi mujer y creo que se me fue la mano”, anunció en la seccional. Quedó preso, pero a los 50 días fue liberado porque la carátula de la causa fue morigerada de “tentativa de homicidio calificada por el vínculo” a “lesiones graves”.
Ivana quedó desfigurada: su marido le fracturó en varias partes la mandíbula y algunos huesos del cráneo, además de provocarle el desprendimiento de la retina de un ojo y múltiples heridas en la cara. Para reconstruirle el rostro y la cabeza fue sometida a cinco cirugías en el Hospital Regional de Neuquén. Recién a los 24 días le dieron el alta.
Poco más de un año después, el 11 de julio de 2003, en un fallo dividido, Garoglio fue condenado a cinco años de prisión “por tentativa de homicidio agravado” por la Cámara Segunda en lo Criminal de la ciudad de Neuquén. El tribunal le aplicó menos de la mitad de la pena máxima prevista en el Código Penal para ese delito: consideró que había “atenuantes” para la conducta de Garoglio como el hecho de que esa noche, la del intento de homicidio, él se había enterado por boca de ella que le había sido infiel. El fiscal, incluso, llegó a pedir que la pena fuera leve porque la víctima había sido prostituta, actividad que por otra parte nunca se probó. Ivana nunca pudo apelar por falta de dinero para pagar a un abogado. Garoglio nunca cumplió la condena. El hombre se mantuvo prófugo y la policía no lo encontró, o no lo quiso encontrar. Y luego consiguió que la misma Cámara le firmara la prescripción de la pena. Su caso refleja la impunidad que rodea a casos similares, por la complicidad de la justicia que interviene de manera discriminatoria y sexista.