Algo les pasó. Desde que el proyecto de legalización del aborto llegó al Senado, el tono de los antiderechos es diferente. Ahora hablan con la furia del patrón que no puede creer el desafío del subordinado. Es más fácil notarlo porque muchos de ellos, de los que asumen el debate como una cruzada, son los mismos hoy que el mes pasado. Muchos de los que intervinieron en las audiencias en Diputados hablan en estas semanas en el Senado; muchos habían hecho lo propio, hace ocho años, durante el debate por matrimonio igualitario. Objetivamente, son los mismos, y sin embargo están diferentes.
La cruzada no es personal sino civilizatoria: lo que peligra es el mundo tal como lo conocen, regido por hilos cuya propiedad les corresponde. Se trata de algo que les pertenece de una manera tan natural como escuchar que, a sus palabras, la respuesta sea el silencio, y no el cuestionamiento. Cuando uno se crió acostumbrado a mandar, es difícil entender que el otro no quiera obedecer.
Es esa irritación la que está detrás de los ataques callejeros a quienes llevan pañuelos verdes, los gritos de “asesinas” que –hace unos días, cuando iban hacia el Congreso para registrar la acción en fotos y videos– acompañaron a las colegas ataviadas como criadas del libro de Atwood, las amenazas a diputadas que votaron a favor. También está detrás de los intentos del amedrentamiento y censura a figuras públicas con voces claras y potentes (Claudia Piñeiro, Florencia de la V), las insinuaciones –y a veces hasta acusaciones– de que detrás de las convicciones que sustentan una opinión en el debate público hay negocios espurios, dineros oscuros, imperialismo antinatalista. Están enojados.
(¿Será el miedo a ese enojo lo que hace que ningún espacio institucional del Estado haya quebrado el silencio para decir que en una república democrática las amenazas confesionales no tienen lugar, y menos contra representantes públicos?).
Antes de la media sanción, se oponían con otro tono: era más bien la tranquilidad de la soberbia, la arrogancia de aportar argumentos obvios a quien, pobre, está equivocado. Ahora muerden las palabras con rabia, usan tonos severos. Se acabó el gesto de falsa amabilidad. A falta de argumentos, tratan de apropiarse de indicadores de autoridad y propiedad: antes sólo había sido la palabra “vida”; ahora son el guardapolvo (los profesionales de la salud de espacios confesionales que expusieron estos días fueron con su ropa de trabajo, no fuera cosa de que alguien olvidara dónde construyen su, digamos, poder), la escarapela (en los guardapolvos), la bandera (en las piezas gráficas de la “Unidad Provida”). Ante senadoras y senadores, a falta de razones, algunos recurrieron a los gritos.
Me corrijo: quizá lo que los enfurece no es que algo peligre, sino notar recién ahora (tarde, ah, sí; tan tarde como que hasta dentro de la sala del Senado donde transcurren las audiencias se escuchaba el otro día el cantito, el se va a caer, se va a caer) que no alcanzaron a prever las dimensiones del desastre. Que ahora, hagan lo que hagan, ya está. Que no llegaron a tiempo. En su omnipotencia, tal vez, hasta creen que podrían haberlo evitado. Y sin embargo: ya está.
Hay que entender: perder el poder duele.