La Guerra de las Galaxias se rodó en Inglaterra. Mi amigo Riggs me dejó usar su departamento en Kensington, detrás de las tiendas Barkers, y ahí viví durante los tres meses de rodaje. 

Recuerdo haber entrado al set aquel primer día, tratando de parecer todo lo benigna y no problemática que podía. Llegué al estudio de Borehamwood, a unos 45 minutos de Londres, donde me tomaron las medidas para el vestuario e hicieron pruebas de peinado y maquillaje. Casi todos en el equipo de producción eran hombres. Así era y así sigue siendo, más o menos. El mundo del espectáculo es una comida de hombres con las mujeres generosamente espolvoreadas sobre el plato como una caras especias aromáticas.

El peinado elegido iba a impactar cómo todos –todos los espectadores de cine– me verían por el resto de mi vida. E incluso más allá: es difícil imaginar un obituario que no use la foto de esa chica bonita de cara redonda con los simpáticos rodetes a los costados de su cabecita sin experiencia. Mi vida había empezado. Cruzaba sus puertas con un largo vestido blanco virginal y el peinado de una matrona holandesa del siglo XVII.

Me dieron el papel en La Guerra de las Galaxias con la desesperanzada advertencia de que debía perder unos cinco kilos. Así que fui a una granja para gordos. En Texas. ¿No había centros para adelgazar en Los Angeles? Las únicas respuestas en las que puedo pensar son 1) No, porque en Los Angeles todos eran flacos, 2) No, porque esto transcurría en 1976, muchos años antes de que se instalara la mentalidad obsesionada con el cuerpo, el ejercicio y los centros para perder peso. 

Mi madre recomendó The Green Door (La Puerta Verde) en Texas… Lo abandoné una semana más tarde, con el corazón más pesado y la cara más redonda.

Cuando empezamos a filmar, traté de mantenerme bajo radar para que no notaran que no había perdido el peso pedido. Mi peso, para empezar, era sólo de 50 kilos, pero la mitad los cargaba en la cara. Creo que me pusieron esos rodetes para que funcionaran como los topes para libros, manteniendo mi cara justo donde debía estar, entre mis orejas y no más grande. Y ahí se quedó, las mejillas controladas, mi cara tan redonda como yo era bajita, pero no más redonda, al menos. 

Carrison

Pasé tantos años sin contar la historia sobre el romance entre Harrison y yo en la primera película de La Guerra de las Galaxias que es difícil saber exactamente cómo contarlo ahora. Supongo que estoy escribiendo esto porque pasaron 40 años y ya no somos –superficialmente al menos– los que éramos entonces. Si alguien se enfurecía entonces, ya no tendría la energía de enfurecerse ahora. E incluso si la tuviera, yo no tendría la energía de sentirme tan culpable como me hubiese sentido hace 30 o 20 años o –bueno, no hay manera de que pudiese haber escrito esto incluso diez años atrás–.

No he mantenido mucho de mi vida en secreto. Carrison sin embargo es algo a lo que sólo vagamente he aludido en los últimos cuarenta años. ¿Por qué? ¿Por qué no parloteé sobre esto de la misma manera que parloteé sobre todo lo demás? ¿Era la única cosa que quería saber solamente yo –bueno, Harrison y yo–? Sólo puedo especular. En cualquier caso, hay reglas sobre decir el pecado y no el pecador, ¿o no? Y Harrison ha sido muy bueno en no hablar sobre su mitad de la historia. Pero sólo porque él haya sido bueno no significa que yo deba continuar siéndolo.

Por supuesto, no me sentía cómoda contando la historia antes –y todavía no me siento cómoda y probablemente siga sin sentirme cómoda en el futuro, cuando ustedes lean esto– no sólo porque en general soy una persona que se siente incómoda sino porque Harrison estaba casado en aquel momento y también porque, realmente, ¿por qué contarías algo así salvo que seas una de esas personas que lo cuentan todo, sin importarle cómo una revelación en particular afecta a cualquier otro que aparezca en la historia? ¿Hay momentos en los que me gustaría ser más calma, más sabia y tener una existencia más manejable? ¿Una que incluya pausas y bostezos, por momentos? Absolutamente. Pero entonces, ¿quién sería yo? Seguro no alguien que a los 19 años se encontró teniendo un romance con su co estrella, un hombre casado 14 años mayor, sin haber tenido con él ni una sola, continua o significativa conversación con la ropa puesta.

Además, si yo no escribo sobre el romance, alguien más lo hará. Alguien con conocimiento directo de la “situación”. Alguien que esperará, cobardemente, a que yo me muera para especular sobre lo que pasó y que me hará quedar mal. Y no quiero eso. 

Empecé a filmar La Guerra de las Galaxias con la esperanza de tener un romance. Con la esperanza de impactar a la gente como alguien entre sofisticado y deseable, alguien que, por ejemplo, podría haber ido a un internado en Suiza con Anjelica Huston y había aprendido a hablar cuatro idiomas, incluido el portugués. Un romance para una persona así hubiese sido una experiencia predecible y totalmente adulta. 

Iba a ser mi primer romance, lo que no es sorprendente si se lo piensa, para una chica de 19 años en los setenta, y no sabía qué necesitaba hacer para provocar que sucediera… Lo que sí había decidido era que el romance no iba a incluir hombres casados. Lo que supe sobre Harrison cuando lo conocí fue que nada de naturaleza romántica podría ocurrir con él. No era un tema. Había muchos tipos ahí que eran solteros y con quienes podía salir sin tener que hundirme en la piscina de los casados. Además, Harrison era un hombre. Yo era una chica. Un hombre como él debía estar con una mujer. Y tenía algo intimidante. Su cara en reposo parecía más cercana al enojo que a cualquier otra expresión. Inmediatamente estuvo claro que no era una persona que quería gustar; era una persona que quería incomodar. Parecía como si no le importara que lo mirasen, así que uno lo miraba vorazmente. Cualquiera a su lado era irrelevante y yo definitivamente era cualquiera.

Cuando lo vi por primera vez sentado en el set de la cantina, recuerdo haber pensado: ‘Este tipo va a ser una estrella’. No una celebridad: una estrella de cine. Tenía el aspecto de una estrella icónica, como Humphrey Bogart o Spencer Tracy. Cierta energía épica lo rodeaba como una manada invisible. Y esa cara, una cara sin tiempo. Verlo en el set que iba a presentarlo al mundo como Han Solo, el más famoso de todos los personajes famosos que iba a actuar: bueno, estaba fuera de mi liga. Comparada con él, yo no tenía una liga verificable. Estábamos destinados a lugares diferentes. Harrison pertenecía a esa especie épica de superestrella y yo no. ¿Eso me amargaba? Bueno… no dejaba que se  notara. 

Romance galáctico

“¿Cuál es tu dirección?” me preguntó, sorprendiéndome. Me tomó del hombro y me sacó del taxi. Veníamos de un restaurant y de comer con actores y gente de la producción.

“¿Cuál es tu dirección?”

Lo miré, parpadeando. “¿Mi dirección?”

“¿Adónde vamos, damas y caballeros?” El conductor encendió el taxi. “Los puedo pasear toda la noche, es su dinero”.

Harrison asintió e hizo girar su dedo índice, el indicador internacional de apurar las cosas. 

“Bueno. Esmond Court, cerca de Kensington High Street”.

“OK señorita. La llevo en un instante. ¿Eso es detrás de Barkers, no?”

Le iba a responder cuando Harrison me empujó contra el asiento. Nos movimos más y mas cerca, juntos, cara a cara, hasta que fuimos cuatro ojos, un beso, yendo al lugar donde podríamos ensayar esos besos que nos daríamos un año y medio después en El imperio contraataca…

Cuando se terminó nuestro afable encuentro de esa noche, Harrison se durmió y yo lo intenté. Dios, era realmente buen mozo. Le perdoné que no me quisiera de la manera que uno usualmente espera que lo hagan y hasta me perdoné a mi misma por no tener esa expectativa. Traté de seguirlo a la tierra de los sueños y cuando no pude respiré junto a él en la oscuridad, preguntándome qué estaría soñando y con esperanzas de que, si me dormía, despertar antes que él a la mañana. A lo mejor me resultaría más fácil hablar con él entonces, menos intimidada, dentro y fuera de personaje.

Hay cosas que todavía considero privadas. ¿Alucinante, no? El sexo es privado. Esa debe ser una de las razones por las que lo hacemos, la mayoría de las veces, desnudos. Que se caiga la ropa señala una situación que me gustaría evitar poner en palabras. Si la ropa no viste algo no hay que esperar que las palabras lo hagan. 

A pesar del uso común de la frase “salir juntos”, Harrison y yo no pasamos mucho tiempo saliendo a ninguna parte. En cambio, íbamos a nuestros departamentos. Recuerdo que pasamos nuestros fines de semana juntos en mi departamento alquilado. Yo no era clara sobre lo que quería de o sobre Harrison. Podía seducir a los pájaros y hacerlos volar fuera de cualquier árbol, menos del suyo. Sobre eso escribí en mis diarios de esa época, diarios que encontré recientemente cuando estaba expandiendo mi habitación en casa. Estaba revisando cajas románticamente escondidas debajo del piso de madera y encontré tres anotadores que había llevado durante esos días épicos y que había olvidado. Me habían mantenido cuerda. Los escribí por muchas razones pero una de ellas era que no podía hablar con Harrison. Básicamente no hablábamos de nada pero especialmente no decíamos una palabra sobre la entidad “nosotros”. No sólo no podía hablar con él sino que, como nuestros fines de semana eran un secreto, se convirtieron en algo que mejor no decir ni discutir salvo con mi lapicera y mi mano.

Harrison terminó el rodaje primero. Mis últimas escenas serían dos semanas después así que decidí volver a Los Angeles para tomarme un descanso y terminé en el mismo vuelo que Harrison. Yo no estaba a cargo de los arreglos de traslados de la película, así que no pude haber organizado las cosas para que nos sentáramos juntos, pero nos sentamos juntos. Catorce horas. En turista.

No sé si estaba satisfecho con este arreglo porque no exhibió emociones y yo no las registré en mis diarios, pero hablamos. No recuerdo mucho de nuestra conversación en el avión pero recuerdo que fue amable. Lo suficientemente amable como para permitir que cerrara nuestro episodio cinemático juntos sin arrepentimiento. Lo que fue un gran cambio si pensamos en esas tres semanas silenciosas. 

Recuerdo haberle dicho: “Soy una bruta”

“No”, me contestó Harrison. “Creés ser menos de lo que sos. Sos una bruta inteligente”. Y después. “Tenés los ojos de una cierva y las pelotas de un samurai”.

Fue lo único que me dijo que reconocía algún tipo de intimidad entre nosotros y fue suficiente. No solamente porque tenía que ser así, sino porque asumo lo que le debe haber costado mucho ir tan lejos de su personaje en una conversación. Nunca más reconocimos que algo de esa naturaleza hubiese ocurrido.