La historia reciente de Uber está plagada de problemas: en septiembre de 2017 le quitaron la licencia para operar en Londres, una de sus principales fuentes de ingreso. Además de los problemas legales por no cumplir con las reglamentaciones, la plataforma había desatado una guerra con tintes racistas entre los taxistas (generalmente blancos) y los “socios” de Uber, mayoritariamente inmigrantes de color.
No es un caso único: en varias ciudades, incluida Buenos Aires, también se han desatado peleas entre taxistas con licencia y los “Uber” en una guerra de “pobres contra pobres”.
La plataforma, que opera en más de ochenta países (contando varios en los que no tiene licencia como Argentina), ha recibido denuncias contra choferes acusados de violar pasajeros. Incluso una investigación interna motivada por una empleada víctima de acoso, mostró lo extendido que estaba esta práctica puertas adentro. La lista de conflictos sigue: extensas protestas sindicales en numerosas ciudades, el uso de una versión “falsa” de la aplicación llamada Greyball para escapar a los intentos de control del Estado o la ingeniería de evasión impositiva.
Paradójicamente el último clavo en una reputación muy difícil, casi imposible de ser revertida por campañas o lobby, la dio un video de Travis Kalanick, cuando era el CEO de la empresa. Allí se lo ve conducido por un chofer de Uber que lo increpa por cambiar las reglas de funcionamiento todo el tiempo, aumentar las exigencias a los “socios” y reducir la tarifa caprichosamente. Kalanick respondió con una pequeña pero densa muestra del ideario neoliberal: “Mentira (bullshit). Algunos no quieren responsabilizarse por su propia mierda. Siempre culpan a alguien más”.
Pese a las protestas de Kalanick, estaba claro que su emprendedorismo de shock encontraba más resistencias que resultados. Los inversionistas de la empresa, cotizada en unos 62.000 millones de dólares, se alarmaron al punto de quitar de en medio a Kalanick a mediados de 2017. Para remplazarlo eligieron a Dara Khosrowshahi, de origen iraní, con experiencia en empresas de tecnología y parte del Concejo del New York Times, entre otros actividades.
Soltar lastre
Desde que Khosrowshahi tomó el mando la empresa comenzó a deshacerse de los proyectos más conflictivos: en marzo de este año vendió su sistema de delivery de comida del sudeste asiático a un competidor que, a cambio, le cedió un paquete accionario del 27,5 por ciento. En Rusia y otros países del este europeo se asoció con Yandex, el buscador más popular de Rusia, a cambio de acciones. En mayo decidió cerrar su ambicioso proyecto de autos que se manejan solos luego de que uno de ellos atropellara y matara a una mujer en Arizona. Y llegó a una acuerdo con Alphabet (la empresa matriz de Google) por una patente.
¿El resultado? Luego de soltar lastre, Uber reportó ganancias por 2450 millones de dólares sobre una facturación de 11.300 millones en el primer trimestre de 2018. En el anterior había perdido 1100 millones. Solo había una antecedente de resultados positivos en un trimestre de 2016, luego de abandonar el mercado chino en manos de un competidor que le dio un 20 por ciento de su propia empresa. Finalmente, Uber parece dispuesto a dejar atrás, al menos por el momento, su versión más belicosa para disfrutar de lo conquistado, como un imperio que detiene su avance para rearmarse. Cierta estabilidad que reduzca el costo, sobre todo legal, de tantos conflictos permite explotar un formidable modelo de negocios con comisiones de cerca del 25 por ciento sobre viajes que se hacen en cualquier rincón del mundo, pero sin invertir en combustible, mantenimiento automotor, seguros o empleados: es prácticamente como una panadería que recibe la harina gratis o una imprenta a la que regalan el papel.
Lo más probable es que Uber haya puesto su casa en orden para preparar el lanzamiento de sus acciones en la bolsa. Por otro lado, esa misma tranquilidad parece tener como costo aceptar, finalmente, que es una empresa de transporte y las regulaciones que eso conlleva. Esta condición hace que el negocio resulte más “normal”, es decir, pierda el atractivo de márgenes de ganancias prácticamente escindidos de los costos de operación. Esto es, hacer como otras empresas tecnológicas que controlan nichos de mercado y aprovechan su poder para poner condiciones y evitar la competencia.
El camino para mejorar su imagen no será fácil: Londres le dio una licencia por quince meses en lugar de los cinco años habituales y seguramente mantendrá un ojo atento.