“Mi madre era muy sabia. Solía decirme que solamente el que pudiera realizarse, de entre nosotros, sus hijos, sería quien podría soportar la vida”, contó la escultora Alicia Penalba, que nació en San Pedro, Buenos Aires y murió en 1982 en Francia. En su caso, no hay dudas de que el arte condensó la huida de la muerte y estimuló el resurgimiento. 

En el Malba se presenta la primera exposición antológica de la artista en un museo del país. Con curaduría de Victoria Giraudo, que realizó un trabajo de investigación impecable, la muestra incluye obras realizadas desde 1948 en París hasta el final de su vida: piezas totémicas, aladas y petits. En la explanada del Museo, además, se exhibe un conjunto escultórico. Completan la muestra tapices, vitrinas con fotos de época, porcelanas y joyas. Y se presenta un film documental realizado por El Pampero Cine en base a cartas, entrevistas, grabaciones, escritos y documentos que integran el archivo Alicia Penalba. “Fue una artista bisagra entre lo moderno y lo contemporáneo, con nuevas búsquedas en el espacio y en la relación de la obra con el espectador”, señala Giraudo.    

El clima asfixiante, trágico, al límite de lo soportable, que se vivía en la casa paterna marcó la vida de la artista. Su hermana se suicidó a los diecisiete años. Dos años después, su hermano también se suicidó de una manera terrible: se inmoló, se prendió fuego. Otro hermano murió cuando era niño.  

Penalba definía a su padre como un ser “que destruía la vida de los que lo rodeaban”. Era ferroviario, tocaba el violín. Lo consideraba desigual: tenía al menos la virtud del arte. “Dueño de un rigor espantoso, golpeaba con cualquier cosa, no perdonaba nada”. A esa infancia tormentosa, Penalba atribuía su deseo permanente, incontenible, de soledad: “Cuando era chica me hacía escondites en la montaña para aislarme, no quería que nadie me encontrara”. Vivió en la Patagonia (en una pequeña localidad llamada Corral Chico, en Río Negro), en Valparaíso (Chile), en San Juan, y en muchos otros sitios a los que debía mudarse su familia cuando a su padre le asignaban nuevo destino. 

Consiguió trabajo a los dieciséis años, junto dinero y logró viajar a Buenos Aires. Antiperonista a ultranza y afiliada al Partido Comunista, con una beca hizo pie en París. Iluminada acaso por la estrellita, como decía su madre, llegó sin nada para no recordar el pasado. Intentó tabula rasa para olvidar y resurgir. Abandonó para siempre el español: sólo usó el francés, incluso en sus escritos más íntimos. Dejó la pintura figurativa para meterse de lleno en la escultura. Se alejó de su marido y en París se enamoró del fotógrafo francés Michel Chilo, su compañero hasta el final de su vida. Hasta desechó el Pérez, su primer apellido, para convertirse en Alicia Penalba. Sin más.       

Admiradora de Constantin Brancusi, Hans Arp, Alberto Giacometti y Antoine  Pevsner, estudió escultura y decidió que haría su camino sin dejarse influir –ni avasallar– por nada. Alquiló un pequeño atelier en París y desató su metamorfosis. Sus primeras obras, a pesar de ser pequeñas, ya evidencian una síntesis propia de la escultura monumental. Comenzó con la arcilla: “Ese material sin belleza no me impone ningún estado a priori”, dijo. Destruyó toda su obra escultórica figurativa vinculada a la fertilidad y a la mujer que realizó cuando llegó a Francia. “Recomencé en una especie de alucinación a buscar mi camino sin pensar en lo visto o en lo que había hecho”. 

Penalba realizó toda su producción escultórica en París y en Italia. La figura humana de su primera época devino tótem: forma vertical, estática, que une tierra y cielo, y que recuerda a piezas africanas primitivas. Hizo tótems de amor, crisálidas, esculturas yacentes (horizontales), caracolas como las que encontraba en Valparaíso, y aladas (serie que madura en los años sesenta) en las que indagó en el vuelo y en el movimiento ascendente. 

Presentó también las formas aladas apoyadas en muros, a la espera, antes de elevarse quizás. A veces se posan en bloques de blindex que la artista levantó como muros imponentes y al tiempo frágiles. Con reflejos de luces que quedan en la retina, sus esculturas de acero y de bronce pulido imantan al espectador. Dan vértigo las piezas que crean ilusión de equilibrio inestable. 

Tras llegar a París, Penalba participó como delegada de la Argentina en el Congreso Mundial de París, donde conoció a Pablo Picasso, Paul Éluard y Louis  Aragón. “Por primera vez comencé a darme cuenta de que empezaba a manejar mi propia vida”, señaló. Se vinculó con críticos y artistas; llegó a ocupar un lugar destacado en la escena del arte europeo. 

Con una obra fabulosa, Penalba se ganó un lugar en la escultura del siglo XX. Sin embargo, nunca había tenido una muestra en un museo de nuestro país. En 1959, participó en la II Documenta de Kassel, en la que intervinieron más de trescientos hombres y sólo unas once mujeres; en 1964, en la III Documenta. Recibió el Gran Premio de la Bienal de San Pablo en 1961. En 1968, el Museo de Arte Moderno de París inauguró Tótems y tabués, con obras de Wilfredo Lam, Roberto Matta y Alicia Penalba (sus compañeros de exposición alcanzaron luego altas cotizaciones). En el Malba, se exhiben piezas de aquella muestra: algunas, que originalmente estaban sobre bloques de ladrillos, son como dólmenes. Es un hallazgo la luz natural que entra por una lucarna de la sala y potencia las obras.

Grand Orolirio, Bronce, 1959/1962.

Penalba expuso en el Guggenheim de Nueva York y en el Museo de Arte Moderno de París. Sus obras integran las colecciones del Centre Pompidou, Museo de Brooklyn, Museo de Bellas Artes de Dallas y Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, entre muchas otras instituciones artísticas de Europa y América. En Argentina sólo tienen obra suya la colección Fortabat, el Museo Nacional de Bellas Artes (por medio de una donación), y el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. 

Penalba creó una iconografía propia, singular, en sintonía con la naturaleza y el paisaje: la intensidad inusitada de su obra  modifica el entorno. Estuvo al frente de proyectos complejos en los que sumó obreros, arquitectos e ingenieros. Realizó un conjunto escultórico para la Universidad de St. Gallen (Suiza) y un gran relieve de poliéster dorado para el museo al aire libre de Hakone (Japón), entre otras piezas. 

Con formas despojadas, sus esculturas monumentales logran hipnotizar al espectador. A veces nos acercan a sitios desolados, a imágenes futuristas. Con pura abstracción, Penalba crea una narración abierta, infinita. 

Trabajó con bronce, acero, cemento, resina poliéster, oro. Hizo obras gigantescas y al tiempo joyas exquisitas en oro y plata que consideraba esculturas colgantes y que también se exhiben en el Malba. Buscó reivindicar las mal llamadas artes menores: las joyas en las civilizaciones primitivas no eran sólo adornos deslumbrantes o símbolos de estatus sino que integraban rituales que daban sentido a la vida.  

Penalba fue una de las pocas escultoras argentinas que realizó obra monumental. Con botas, cubierta de material desde la cabeza hasta los pies, una foto la captura trepada a una escultura gigante donde ultima detalles de la obra. Entre formas blancas e imponentes, se la ve pequeña ahí arriba. 

Por más esfuerzo que hizo para que el pasado no se hiciera carne, esa naturaleza que conoció en su infancia volvió una y otra vez en sus esculturas. Infancia apocalíptica se titula una de sus obras. Muchas de sus piezas abstractas remiten a formas orgánicas, fósiles, extraños restos óseos, a la inmensidad y a la vegetación de los sitios desérticos que conoció de chica. Nunca olvidó las rocas negras en contraste con la luz, el mar de Chile, y el silbido chillón del viento en la Patagonia. Estaba segura: “Considero que nunca dejé de ser una niña”.

Como firmaba A. Penalba, muchos pensaron que las esculturas habían sido creadas por un hombre. Cuando un periodista llegaba a su casa y le preguntaba dónde estaba su marido, ella contestaba: “Mi marido soy yo”.

Los collages realizados por la artista con economía de recursos apenas una semana antes de morir son inolvidables. Camino al País Vasco, en un accidente atroz, un tren embistió a Penalba y a su marido, su única familia. Los cinco mil francos que encontraron en la cartera de la artista se usaron para pagar su propio entierro.    

A esa mujer que fue a París para volverse Alicia Penalba, y que se consideró a sí misma una sobreviviente de la escena familiar, le escribió un poema Pablo Neruda y le hizo un retrato Henri Matisse. Penalba sostuvo que el erotismo era la fuente de toda creación: que se encontraba en todos los sitios de la naturaleza, no en las formas más obvias o evidentes. 

Esa mujer, que parece pequeña trepada a su colosal escultura, se propuso nada menos que “marcar la presencia en la tierra como algo que quedará más tiempo que nuestro cuerpo”.


Alicia Penalba Escultora se puede visitar en Malba Fundación Costantini, Avda. Figueroa Alcorta 3415. Jueves a lunes, de 12 a 20; miércoles de 12 a 21; martes cerrado. Hasta el 17 de febrero. 

Trilogía, Bronce, 1965.