Cecilia Kang nació en 1985 en el seno de una familia coreana radicada en la Argentina poco tiempo antes. Hasta aquí había venido primero su padre, y recién unos años después su madre y su hermana mayor. La familia echó raíces y, aun con las consabidas dificultades culturales e idiomáticas del caso, se ensambló a los requisitos de la sociedad, pero el espíritu de la tierra natal siempre mantuvo un vuelo rasante por sus vidas. Era inevitable, entonces, que en ese tironeo entre la tradición de los orígenes y las particularidades de un mundo nuevo y listo para ser descubierto anidara el germen de un documental que adquirió su forma definitiva recién hace algunos años bajo el título de Mi último fracaso, y cuyo estreno comercial se realizará hoy a las 20 en el auditorio del Malba (Avenida Figueroa Alcorta 3415). “Siempre conviví con el ámbito coreano y argentino de forma muy natural, muy normal; la idea era poder mostrar ese aspecto que para a mí es tan común, tan propio, a aquellas personas para las que no lo es”, dice la realizadora ante PáginaI12.
Parte de la Competencia Nacional de la última edición del Bafici, la ópera prima de esta egresada de la Enerc muestra el interior de esa colectividad a través de los ojos de las amigas y familiares de Kang, en particular su hermana Catalina y la profesora de artes plásticas Ran Kim. Mediante ellas el film aborda temas como la identidad, la pertenencia, el desarraigo y, sobre todo, qué significa hoy en día ser una mujer de raíces coreanas en la Argentina. “Quería hablar desde un lugar lo más verdadero posible, y ese lugar era el de mujer dentro de una comunidad”, dice Kang, y agrega: “Después, a medida que iba tratando de delimitar el marco me dije que tenía que ampliarlo al rol de la mujer coreana-argentina, que es bastante particular porque tiene muchas ambigüedades y complejidades. Quise hablar de ellas y de los vínculos que se establecen cuando tenés que convivir con dos culturas”.
–¿Tenía prejuicios sobre el tema?
–Al principio tenía muchas contradicciones que el proceso creativo me ayudó a atravesar y entender. En ese momento –ahora es un poco distinto– era una comunidad mucho más cerrada, más conservadora y si se quiere más machista, y la mujer tenía que acompañar al hombre, ser madre, llevar adelante un ambiente familiar. Había muchos mandatos a seguir, pero a medida que hacía la película iba entendiendo por qué pasaba. Todo eso me llevó a pensar en el desarraigo. La colectividad está conformada en gran parte por la generación de mis viejos, que tuvo que irse del país después de la guerra para construir un futuro en un país muy distinto como éste, y creo que la única forma que tuvieron para luchar contra eso fue agarrarse a sus costumbres, a su idioma, a sus tradiciones.
–La película refleja esa tensión entre tradición y modernidad sobre todo en relación al vínculo con los hombres. ¿Es uno de los ejes?
–Sí, me interesaba mostrar eso sin hacer un juicio de valor sino poniéndolo sobre la mesa para que el espectador pudiera reflexionar y reformular lo que quiera. Es interesante que amigas de mi misma generación puedan llegar a ser más conservadoras que alguien que vino hace quince años. Es llamativo que alguien que vivió y estudió acá se sienta más coreana que porteña. Son rasgos que uno quiere entender el por qué, y ahí empezás a ver el peso de la carga y la herencia cultural.
–¿En algún momento pensó en incluir hombres?
–Desde un principio fue muy clara la decisión de centrarme en un universo femenino. También creo que la ausencia de hombres lleva a pensar en cómo es el mundo de ellos. Yo simplemente quería hablar de lo que me identificaba desde un lugar que me sintiera no sé si cómoda, pero sí segura. Y ese lugar era justamente el de una mujer hija de padres coreanos. Nunca pensé la película en términos de género.
–¿Qué vio en su hermana mayor y en la profesora de artes plásticas para centrarse en ellas?
–Empecé a pensar la película sabiendo que ellas y mis amigas iban a ser las protagonistas. Al principio tenía muchos miedos en relación a lo que fuera a pasar dentro de la colectividad, así que necesitaba hablar de esas cuestiones con personas con las que tuviera la suficiente confianza mutua como para que no les diera miedo revelarme detalles íntimos de sus vidas. Son personas que en otro contexto nunca aceptarían hacer una película, y acá lo hicieron porque tenemos una relación afectiva. Al mismo tiempo, tanto Ran Kim como mi hermana son excepciones a la regla del deber ser de la mujer coreana en la Argentina. Ran, por ejemplo, se fue de Corea para escapar de esos mandatos, y si bien pudo encontrar un lugar dentro de la colectividad, construyó una vida relacionada a lo que deseaba ser. Mi hermana es un personaje muy complejo que, a diferencia de sus amigas, siguió una carrera profesional por fuera del ámbito familiar. Ella refleja muy bien las pujas entre las dos culturas. Son personas a las que quiero y admiro un montón, y también fue una forma de poder hablar con ellas sobre estas cuestiones particulares. Mis amigas coreanas, en cambio, funcionan como personajes que representan un poco al común de la colectividad.
–¿Cómo artículo su rol de directora a la vez que parte de la familia y de la comunidad?
–Fue difícil porque cuando arranqué no me había pensado como parte del relato sino como un ente externo que podía observar todo lo que pasaba de una forma privilegiada. Después, en el hacer, me di cuenta que no funcionaba.
–Casi todas las actividad grupales que muestra se dan en ámbitos propios de la colectividad. ¿Qué tan integrada está la comunidad coreana a la sociedad argentina?
–Eso es interesante porque las primeras veces que mostré la película a amigos me decían que no se entendía si estaban acá o en Corea y que debería aclararlo, pero para mí estaba bien porque quería mostrar eso: cómo la comunidad armó un microuniverso que, si lo trasladás, es igual a Corea, y cómo se pueden convertir esos espacios. En relación a la integración de la colectividad, creo que hoy no es igual que hace cinco años. Sí es cerrada, pero por miedos o inseguridades. Ante la necesidad de combatir el desarraigo, ese sentirse ajenos, se ponen más fuertes y mantienen las costumbres. Mi viejo, por ejemplo, estuvo por un montón de lugares antes de instalarse acá, y cuando llegó trajo a mi mamá porque la colectividad lo ayudó mucho a conseguir trabajo. Pero la comunidad va cambiando también porque la sociedad en general cambió.