El que propone la directora Cecilia Kang en su ópera prima Mi último fracaso, es un registro íntimo de un universo femenino infrecuente no sólo dentro del cine argentino sino, de un modo más amplio, dentro de lo que se entiende por “ser argentino”. Se trata de un retrato acerca del rol de la mujer en su cultura de origen, la coreana, que se mueve con mucha soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental, y muy particularmente en la encrucijada entre lo coreano y lo argentino.
No se puede decir sin embargo que lo oriental le sea ajeno al cine nacional, teniendo en cuenta que en los últimos diez años se han realizado una cantidad de películas que toman ese universo como centro para construir sus relatos. La lista es larga, incluso si se la restringe a las que abordan la cultura coreana en particular, como lo han hecho, por ejemplo, La chica del sur de José Luis García; Una canción coreana de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider o La Salada, de Juan Martín Hsu, todas ellas presentadas en diversas ediciones y competencias de Bafici, festival que en su versión 2016 también incluyó al film de Kang.
Mi último fracaso responde a un orden circular o, mejor aún, a un formato de múltiples círculos concéntricos que, como ocurre con las cebollas, los troncos de los árboles o la estructura geológica de la Tierra, se van cerrando en torno al núcleo para darle mayor cuerpo y espesor. La película comienza con la directora acompañando a Ran Kim, su maestra de arte, en un viaje a Corea en donde esta se encuentra con quien fuera su propia maestra y con sus hermanas. En ese ir y venir entre Seúl y Buenos Aires comienza a trazarse el primer círculo, en el que la directora consigue en un primer momento homogeneizar ambos paisajes, de modo tal que se vuelve dificultoso reconocer cuando se está en una u otra ciudad.
El segundo círculo se abre en el momento del encuentro de Ran con su mentora, en el que todas las presentes ríen dando cuenta que se trata de una reunión de mujeres que no se han casado. Este comienzo retrata un universo femenino hermético, en dónde la presencia masculina queda por completo fuera de campo, detalle que llega al extremo cuando las tres hermanas visitan la tumba de su padre y se sacan fotos con él, in absentia, junto a la lápida.
Dicho círculo se cierra sobre una figura aparentemente opuesta: la de la madre de la directora. Sobre el final de la película y al hablar de su hija mayor, Catalina –médica, también soltera y personaje central en esta historia–, ella afirma que a la primogénita sólo le falta una cosa para cumplir con el destino de toda mujer: casarse. En esa afirmación lo masculino vuelve a presionar desde su potente fuera de campo, dando cuenta del lugar al que tradicionalmente se relega a la mujer en la cultura coreana y contra el cual se revelan durante la película varias de las amigas de las hermanas Kang.
El último de los círculos concéntricos que el film traza es el que va de su excusa formal al motivo real detrás de ella. Es decir, de ese retrato de lo femenino al carácter de declaración de amor que la directora le dedica a las mujeres de su vida: a su mentora, sus amigas, su madre y sobre todo a su hermana. Declaración que se hace explícita en un texto final que cumple una función emotiva, pero que a la vez representa un exceso cinematográfico, ya que la construcción que Kang consigue hacer a lo largo de su película deja bien claro el vinculo amoroso que la une con sus personajes. Un exceso tan innecesario como tolerable, como lo son todas las dedicatorias, que representan una intervención directa del autor por fuera de la obra. Aún así Kang tiene la inteligencia de colocarla al final, cuando ya los espectadores atentos habrán sabido percibir que era de eso de lo que se trataba Mi último fracaso. Tan evidente como que la productora montada por Kang para realizar su película lleva por nombre Misbelovedones; o en castellano literal: “mis amados”. Más claro, echale soju.