Desde Río de Janeiro
Faltan dos meses y medio para que alrededor de 150 millones de brasileños elijan el próximo presidente, quien sucederá al ilegítimo y golpista, además de corrupto, Michel Temer. Y cada día que pasa se hace más evidente que la de este 2018 será la más imprevisible y, por eso, peligrosa elección de al menos los últimos treinta años.
Los mentores y autores del golpe que en abril de 2016 defenestró a la presidenta Dilma Rousseff e instaló en Brasilia a una pandilla han cumplido con el objetivo inicial: destrozaron conquistas sociales de más de una década y media, anulando inclusive la pequeña parte positiva creada por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso. El mismo Cardoso, a propósito, que ha sido figura clave en el actual desmonte del país.
El resultado de miles de millones de dólares destinados a crear la tecnología más avanzada de explotación y producción de petróleo en aguas ultraprofundas, por ejemplo, es ahora regalado a las transnacionales del sector. La industria de la construcción, así como la industria naval, fue diezmada. Por donde quiera que se mire, el legado de Temer y su pandilla es de puros destrozos.
La tan prometida recuperación económica es un sonoro fracaso. Pese a eso, el sistema bancario brasileño está entre los más lucrativos del mundo. Son tasas de interés astronómicas, frente a la indiferencia del equipo económico y de las autoridades monetarias.
Al mismo tiempo, entre desempleados y subempleados o con trabajo más que precario, tenemos una población de 27 millones de personas. Nueve veces la población de Uruguay, más de la mitad de la de Argentina, casi un Canadá, más de un Chile y medio. El país volvió al mapa del hambre y millones de sus gentes volvieron a la miseria.
A lo largo de los últimos meses se aprobó, por tres mil 800 millones de dólares, la venta (disfrazada de “fusión”) de la Embraer, la tercera mayor fabricante de aviones del mundo, a la Boeing. El valor corresponde a poco más de un diez por ciento de lo que el Estado brasileño destinó a financiar a la Embraer. Y cuando digo que por donde quiera que se mire lo que se ve es puro desastre, me refiero, por ejemplo, a que el Congreso —el de más bajo nivel ético, moral, político, intelectual— desde el retorno de la democracia acaba de aprobar la utilización de agrotóxicos producidos en Estados Unidos y Europa que son rigurosamente prohibidos en Estados Unidos y Europa. O que el vicepresidente norteamericano Mike Pence, en visita oficial a Brasilia, se haya dado el derecho de pasarle una durísima reprimenda a Michel Temer, que, como buen vasallo, bajó la cabeza y listo. Cuando se recuerda el rol y el espacio que Brasil conquistó en tiempos de Lula da Silva y su canciller Celso Amorim, lo que resta es un profundo sentimiento de vergüenza.
Y nos depara un escenario temible: la derecha, los grandes conglomerados de comunicación, el mercado financiero, los intereses de las transnacionales, en fin, el golpe, no tienen ningún candidato viable. Hicieron lo que hicieron, lograron parte substancial de sus objetivos de saqueadores, pero no tienen cómo asegurar la continuidad de lo que consideran esencial para su avidez.
El más rechazado y despreciado gobierno civil de la historia brasileña no tiene delfines. ¿Quién heredará los destrozos para seguir destrozando?
Nada más indignante, sin embargo, en este escenario que provoca pura indignación, que la falencia de las instituciones, empezando por la Justicia.
La omisión cobarde y cómplice, la más absoluta degradación del Poder Judicial de mi país será, muy probablemente, la marca más fuerte de esos tiempos de vergüenza y descalabro.
La descarada persecución al ex presidente Lula da Silva quedó más que evidente el pasado domingo, cuando el juez Sergio Moro, de primera instancia, ordenó que la Policía Federal no cumpliese una determinación de un magistrado de instancia superior, e inclusive llamó por teléfono, desde el Portugal donde vacacionaba, al ministro de Seguridad de Temer para darle la misma instrucción. Frente a semejante absurdo, ¿qué le pasará? Pues nada. El justiciero tiene asegurada su impunidad, en tiempos de dictadura togada.
Y se consolidó el jueves 12, cuando el juez federal Ricardo Leite, de Brasilia, desestimó las acusaciones contra él y otros cinco, por no aceptar como prueba la simple delación, sin comprobación alguna, como substancia para juzgarlo.
Pues ha sido exactamente así –la delación de un solitario delator, sin ninguna otra evidencia, o indicio, y de pruebas mejor ni hablar– que el provinciano Sergio Moro lo condenó y tuvo el pleno respaldo del tribunal de segunda instancia cuyo presidente clasificó de “irreprochable” la sentencia sin siquiera haberla leído.
Lula no podrá disputar una elección en la que los sondeos siguen indicando su amplísimo favoritismo.
Hay otro dato en los sondeos: sin Lula, victoriosa será la suma de votos en blanco, nulos y abstenciones.
Ese el legado del golpe mediático-jurídico-parlamentario que tiró mi país al abismo.