Podía reconocer, detrás de una nube gigantesca que parecía de tormenta por el color oscuro y las luces internas que de tanto en tanto la iluminaban, el perfil inconfundible de Australia. Por si hiciera falta veía, aquí y allá, numerosos canguros saltando, jugando y boxeando mientras que algún que otro ornitorrinco se sumergía con todo entusiasmo en un río de aguas barrosas. Aunque sabía que estaba muy lejos, no dejaba de tener la esperanza de volver a pasar por encima de su país, de su patria, de su ciudad, de la terraza de su casa donde estaba encendiendo el fuego para hacer un asadito cuando comenzó esta aventura. Fue de un momento a otro, sin ninguna señal previa, todo estaba normal, el sol brillaba, el cielo azul profundo relucía, el aire tibio con una brisa suave acariciaba mis mejillas recién afeitadas, era, en fin, un domingo precioso y apacible. Entonces levanté la vista para observar el paso de una bandada de patos y, en ese momento, noté que mis pies se despegaban del piso, pensé en un terremoto, pensé que la casa se estaba hundiendo, pensé que sufría algún tipo de ataque, un infarto, un accidente cerebrovascular, un problema de digestión lenta, no sé, pero no, no era el piso que se hundía ni que estuviera sufriendo ningún episodio desafortunado de salud (mi salud es algo de lo que siempre me sentí orgulloso, dicho sea de paso) era yo, era mi cuerpo el que comenzaba a elevarse, primero unos pocos centímetros, pero después, no mucho después, apenas un par de minutos después, ya me había elevado bastante más y flotaba sin timón sobre la azotea del edificio vecino. Veía a mi hija, allá abajo, en el patio de la casa jugando con el Toby. “¡Lucía! -le grité- ¡Eh! Lucía, mirá para arriba, soy papi, acá estoy ¿no me ves?”. Pero ella seguía tirándole la pelota al Toby y el Toby, ese perro bobo que la tiene fascinada desde que la abuela se lo regaló para el Día del Niño, maldito Día del Niño ése, meta correr y saltar  moviendo la cola, meta ir y venir, la boca llena de baba espumosa, con esa pelota de tenis mugrienta y deshilachada entre los dientes. “¡Eh! Lucía”, pero Lucía no me veía ni me escuchaba, por mucho que gritara no podía escucharme.

—Lucía ¿dónde está papi, no lo viste por acá?

—En la terraza, mami, subió hace un ratito a prender el fuego para el asado.

—Vengo de ahí. No está ¿Dónde se habrá metido este hombre? Nunca está cuando una lo necesita. Habíamos quedado en que iba a cortar las cebollas para la ensalada.

Es Patricia, me parece que aquella que salió al patio es Patricia, tiene que ser Patricia, no hay otra mujer en la casa, está hablando con Lucía, le preguntará sobre mí, sí, casi seguro que le pregunta sobre mí, le dirá que tengo que ir a cortar las cebollas para la ensalada, creerá que me escondo para no hacerlo “¡Eh! Patri, tranquila, ya voy, ayudame a bajar, aunque me haga llorar te corto un kilo, no, te corto no uno, te corto diez kilos de cebollas”. Pero la veo cada vez más lejos, más abajo y más hacia la derecha, hacia el este. Claro, entonces, deduzco, es el giro de la Tierra lo que me aleja. ¿Yo me estaré moviendo también? Lo seguro es que cada vez estoy más alto ¿Cómo haré para bajar?

Sí, ahora Julio ya estaba pasando sobre Australia, era su segundo giro y tenía la esperanza de volver a pasar sobre Argentina, sobre Rosario, sobre su casa para intentar de nuevo comunicarse con su mujer y su hija. Él no podía entender cómo es que estaba ocurriendo lo que estaba ocurriendo pero se daba cuenta, fuera de toda duda razonable, de que de verdad estaba ocurriendo y de que estaba cada vez más arriba, ya atravesando las últimas capas de la atmósfera y que pronto abandonaría el área de atracción gravitatoria de la Tierra y que el impulso que traía, producto de sus dos órbitas anteriores, lo arrojaría hacia el espacio abierto, hacia la Luna, quizás ¿Será la profecía del arrebatamiento de la que hablan algunos pastores evangélicos? ¿Será Dios que me ha seleccionado para llevarme al cielo antes de que dé comienzo el fin del mundo? ¿Será posible? Pero si yo soy ateo, por qué carajo podría seleccionarme Dios?  Bueno, para qué pedirle racionalidad a los dioses, como si no hubieran demostrado a lo largo de la historia de la humanidad (única especie que tiene la insensatez de creer en dioses)  que no son sino impostores caprichosos ¡Ah! ahí está Argentina otra vez, allá veo a Rosario ¿Cómo veo todo tan claro desde tan arriba? No importa, lo que importa es que lo veo. Patricia está sobre la terraza, me busca, está mirando debajo de la parrilla, aparta las bolsas de carbón, mira entre la leña. “Tené cuidado con los alacranes, Patricia”. Pero Patricia no me oye “¡Patricia! aquí estoy, arriba, cómo se te ocurre que voy a esconderme entre el carbón y la leña, vos siempre mirando para abajo ¡Levantá la mira, Patri! estoy acá, ¡Apurate que me alejo!” El Toby alza la mirada, el Toby me ve, los animales tienen un sexto sentido, no hay duda, empieza a ladrar ¡Vamos Toby, todavía! ¡Perrito hermoso! Avisale a Patricia, el Toby le ladra, le tironea el vestido, la hace caer de culo, incluso, pero Patricia le da con la chancleta. “¡Callate perro idiota, me  hiciste caer, estúpido!” No sé cómo hago para escuchar que le dice eso estando tan lejos, pero la escucho clarito “¡Largá el maltrato animal, Patri, pensá en Sarmiento, para qué carajo estudiaste magisterio! ¡Levantá la mirada!” Lucía sale al patio y alza la vista buscando a la madre en la terraza, luego desvía un poco la cabeza y mira hacia el cielo, pero no me ve. Ve algo, sin embargo: “¡Mirá, mami, un ovni!” -dice. “No digás pavadas, Lucy”, dice Patri, siempre tan pragmática, y ni se toma el trabajo de mirar para arriba mientras yo agito los brazos y las piernas inútilmente a medida que me alejo de manera irremediable ¡Qué carajo, estoy perdido! Ya pasé, ya no las veo, sigo subiendo.

Ahora Julio está en el Mar de la Tranquilidad tratando de cobijarse a la sombra de la bandera que dejaron los astronautas de la Apolo 11. Minga de sombra, una sombrita escuálida, la que apenas puede dar un pedazo de tela hecho jirones que alguna vez fue rojo, blanco y azul y que hoy es sólo blanco, decolorado, casi transparente, destruido por los rayos ultravioletas que llegan crudos y sin filtro hasta la superficie lunar. Mira a lo lejos el gigantesco disco azul y blanco que pareciera que fuera a caérsele encima sabiendo que jamás podrá volver porque, si lo intentara, se quemaría con la fricción al ingresar a la atmósfera terrestre, se quemaría, lo sabe muy bien, como un carbón, como ese carbón que quedó sin encender para hacer aquel asadito de domingo en el tibio otoño rosarino. Bueno, piensa Julio, después de todo, a ninguno de los sudacas que intentaron ampararse a la sombra de esta bandera le fue mejor que a mí ahora. Al menos aquí no hay inflación ni FMI ni dólar desbocado y tengo el privilegio, por si todo esto fuera poco, de ser el testigo, el único testigo, el solitario selenita que puede dar fe, aunque nadie me escuche, de que aquel alunizaje tan discutido de verdad existió.