La madre. Buenos Aires, 1952

2Tiembla al cruzar el umbral. Piensa que así debieron de sentirse los pocos hombres y mujeres que en un país remoto del Oriente traspusieron la losa de piedra removida de un sepulcro. Pero en aquella tumba, donde los olores de la humedad y el moho se mezclaban con los perfumes y ungüentos funerarios, ya no había cadáver, solo la gloria de un Resucitado. La madre cierra los ojos cuando entra, y vuelve a abrirlos. Esta habitación no es una cripta, sino un laboratorio: el lugar de tránsito donde un cuerpo paga su pasaje terreno a la inmortalidad bajo las artes de un científico que por momentos se parece a un hechicero, y en ella tampoco hay un cadáver. ¿Puede llamarse de esa forma a la muñeca perfecta y silenciosa en una urna de vidrio, que parece aguardar -en vano- el beso mágico del príncipe?

El príncipe está presente, sin embargo. Su hija quiso a ese hombre con una devoción fanática que a la madre le había parecido siempre exagerada. Ningún varón -suspira-  se merecía tanto. Se acomoda en la silla que le alcanzan, para mirar mejor a la yacente. Alarga los dedos, le roza apenas el pelo trenzado, sin atreverse a más, como si la mejilla que desea tocar pudiese quebrarse o derretirse bajo el contacto.

El destino transformó en una reina descarada y sin corona a la nena que apenas ayer corría, en alpargatas, por las calles de tierra de un pueblo perdido. Y acaba de convertirla en una Faraona cautiva en su mausoleo, sagrada, pero quizá tan frágil que podría pulverizarse bajo la luz de cualquier sol.

La niñez de María Eva fue casi huérfana de juguetes. Su primer amor no había sido una princesa lujosa sino más bien una belleza minusválida, refugiada de la mala suerte, milagrosamente aparecida sobre sus alpargatas una mañana de Reyes. Alta, rubia, con pedigree de porcelana y también con una pierna menos. Doña Juana la había encontrado entre los rezagos de un bazar y había explicado la pérdida de la pierna como el efecto desastroso de una caída del camello de los Magos. Eva, entonces, la quiso más que si hubiese sido perfecta. Se aplicó a compensarla por el descuido de sus tres presuntos padres, tan insuficientes como si ni siquiera fuesen uno, que la habían dejado deslizarse camello abajo y se habían marchado, aturdidos por el apuro.

La mutilación desapareció pronto bajo un vestido largo y azul, esmeradamente cortado y cosido por las hermanas mayores, y la muñeca paseó en carroza (un cajón de manzanas forrado con retazos). En su hija seguiría viviendo siempre esa niña reparadora y maternal, obstinada en cubrir las ausencias de Dios Padre y de todos los padres.

Ella misma había sido una rara muñeca viva, pintada, peinada y vestida de mil maneras, en escenarios cambiantes. Doña Juana recuerda, como en una película bruscamente acelerada, esas vicisitudes portentosas. O los ejercicios de ventriloquia de los programas de radio, donde mujeres muertas en países desconocidos hablaban desde su voz apasionada y levemente ronca. Hasta que el coronel Perón descubrió el poder oculto en esas personificaciones y supo convertirla –según los enemigos de ambos– en una muñeca adaptada para sus propios fines.

Doña Juana se irrita, rencorosa. Varones y mujeres igualmente implacables han criticado a su hija por razones opuestas. Por comportarse como un títere en manos de un ominoso titiritero, o por colocarse en un trono desde donde lo decidía todo a su antojo. Aquellos que vieron a Eva como una marioneta quizá justifiquen más que nunca sus juicios mordaces. Ahora, en efecto, ella es un objeto rígido y mudo, que sólo habla por las imágenes filmadas de sus discursos, transportable con más facilidad que una estatua y mucho más efectiva que el mármol en su poder fascinante. Al fin y al cabo, una escultura  es un pedazo de piedra, mejor o peor trabajado por un artista humano. Pero esta Eva, aunque tenga, al tacto, una dureza escultórica, es la huella transfigurada de un cuerpo vivo, única e irrepetible obra del Dios que decidió también cuándo ese cuerpo debía dejar de moverse, de imprecar, de gozar y de reír, de trastornar multitudes sobre la faz de la tierra como pocos hombres y casi ninguna mujer lo habían logrado antes.   

Le parece un consuelo extraño y agridulce verla así, reencontrar en la cara durmiente, en el pelo que ha continuado creciendo después del final, todas las exterioridades de la vida. Mejor incorporarse a la tierra madre donde nada se pierde y todo se transforma, y esperar en el fondo, protegida, secreta, hasta ser despertada por el último Juez. ¿Será posible que un cadáver sufra? ¿Que siga padeciendo un cuerpo después de haber cruzado el dolor hasta su último extremo? Teme que esa Eva póstuma, encerrada en una muñeca hecha con su propia materia, no descanse en paz.

Sale del cuarto. La escoltan su yerno y el doctor Ara: los dos hombres que han decidido prolongar la presencia tangible de un amado fantasma entre los vivos.  

El viudo. Madrid, 1971

Para muchos sigue siendo el viudo de la Única, aunque se haya casado de nuevo con esa mujer menuda que necesita de altos peinados para llamar la atención sobre su persona porque le falta el ser que la Otra tenía en exceso y que derrochó a manos llenas, hasta quemarlo, durante su rápido paso por la tierra. Muchos, también, lo acusan de haber dejado a Eva sola para siempre, librada a su suerte en manos de los vencedores, mientras él se parapetaba en un exilio parecido a una jubilación tranquila y decorosa.

Destapa el cuerpo. Se le caen las lágrimas, como cuando por primera vez volvió a verla. En realidad, nunca ha dejado de verla, en sueños o en la inquieta duermevela, a la luz difusa de los amaneceres insomnes. Ella ha estado siempre rondándolo, mirándolo con una mezcla de ironía y amorosa piedad, como si hubiese madurado en la ultratumba donde sin duda lo aguarda, sabiendo que todas las demás, las que hubo antes y las que hubo después, se desvanecerán ante su presencia como la pelusa de las flores de cardo, deshechas por el viento. El viudo se acerca, quebrado y reverente. La ama tanto como le teme, y le teme más, a medida que ella va creciendo del otro lado de la Muerte.

No fue siempre así. La muchacha que conoció en el festival a beneficio de las víctimas del terremoto de San Juan lo había encantado y divertido. No por la supuesta sensualidad impúdica que le atribuyeron sus detractores, sino por las contradicciones y las desmesuras que la componían. Sin haber leído casi nada lo intuía casi todo. Ambiciosa hasta la temeridad, luchaba contra los terrores nocturnos y las precariedades de su cuerpo. La sacudían cóleras terribles y ternuras devastadoras.

Se acerca despacio a los pies de la difunta, tan estropeados como si hubiera hecho caminando su largo itinerario por países, depósitos y criptas. Las plantas están cubiertas por una capa de alquitrán y hongos. Palpa la piel congelada de los tobillos, antes ligeramente gruesos, que atormentaron su vanidad de estrellita en ascenso.   

En vida, Eva solía ser temible para otros, no para él. Quizás ignoraba la mitología griega, pero no había dejado de reconocerlo como el maravilloso Pigmalión que la redimió de su condición de víctima oscura para llevarla al centro luminoso del poder. Eva, convertida en la Señora, le había sido conmovedoramente fiel, aunque estuviera lejos de ser obediente. En realidad, decían, a él le había complacido sostenerla en sus insolencias, que no eran sino la confirmación de su propio poder, ante el que todos, adictos y adversarios, bajaban la cabeza.

Paradójicamente, había comenzado a temer a Eva hacia el final, cuando aquellos que la odiaron respiraban ya con alivio y hasta con indisimulada celebración. El General le roza la frente, le acaricia el pelo empastado y sucio por los años de prisión y descuido. Esta Eva, la última, había querido armar al pueblo para que defendiera por sí mismo la revolución peronista. Esta Eva, convencida creyente, era la que acusaba a las jerarquías clericales por haber relegado la causa de los pobres y haber traicionado la Palabra de los Evangelios.

El General prefiere no escucharla, aunque reconoce los ecos de su pasión en algunos de los jóvenes que vienen a verlo y que traman su inminente retorno a la Argentina. No los disuade, no los desalienta. Es mejor que ahora los anime la furia de aquella con la que se identifican. Habrá tiempo de domesticarlos, de aplacarlos, de que escuchen razones. Si no mueren antes, también envejecerán: se enfriarán, serán astutos, pactarán como todos, salvo Eva, que lo mira con los ojos cerrados mientras el General sale del cuarto retrocediendo paso a paso, sin darle jamás la espalda, como si saludara a una reina.   

 La madre. Buenos Aires, 1977

La muñeca es el único ser entero en la casilla ahora deshabitada.

Ema se abre paso hacia ella entre libros rotos y abiertos, un estetoscopio desarmado, muebles precarios hundidos a culatazos, ropas desgarradas y esparcidas por los rincones del cuarto.

    Cuando vuelve a su casa, el marido la está aguardando en la penumbra del living. Solo entonces llora a destiempo, turbulenta, por todo lo que no ha llorado mientras la rodeaban los extraños. El imagina soluciones, inventa palabras razonables en las que no cree. De pronto, repara en algo que Ema retiene entre los brazos.

–¿Qué es esto? ¿Dónde la encontraste?

–Estaba en la casilla. Sería de Julia, supongo. No sé por qué no la destrozaron.

Él la toma con cuidado y la sienta despacio sobre la mesita del living. La muñeca tiene una belleza convencional, inocua. Es rubia, de cabellera larga y suelta, vestida de un azul claro como los ojos que se abren y se cierran entre pestañas tupidas.

Ema la revisa detalladamente, levanta el vestido, desabrocha los botoncitos de la espalda. Es una muñeca ya antigua, de las que Eva mandaba regalar para el Día de Reyes. Se miran, perplejos. Julia es del año cincuenta y cuatro, nacida después de la muerte de Eva, y casi después del poder de Perón.

–A lo mejor se la obsequió alguna de las mujeres a las que atendía –aventura Ema–.

Vuelve a vestirla, le alisa el pelo, le dobla las piernas y la coloca, sumisa y ordenada, contra los almohadones del sofá.

–Luis...También se llevaron a la monja francesa.    

El tose, aterrado. Si ni siquiera la Iglesia ni las potencias de Europa pueden o quieren extender sus brazos casi todopoderosos para cubrir a uno de los suyos, ¿qué harán ellos?

Se van a dormir, o a fingir que duermen. La madre da vueltas, perturbada y aterida. La muñeca incomprensible la persigue en el sueño, desbordante de significados ambiguos. Se ve a sí misma arrodillada junto a la ventana, mirando sus zapatos de la Noche de Reyes, cuando aún no tenía siete años. Los párpados se le van cerrando con el sopor que precede a la madrugada y que termina venciendo todos los ojos infantiles. Pero antes de que se duerma del todo, alguien le pone una muñeca, esa muñeca, entre los brazos. No son los Reyes. Es Evita, la Eva. No la Señora doña María Eva Duarte de Perón. No la diva presidencial con sus ropas de Reina Egipcia, ni de Ángel Azul, ni su absurda capa de martas cibelinas bajo el sol más ardiente del verano español. Tampoco la mujer de ajustado traje sastre, que no come y que apenas duerme, sentada tras su escritorio de la Fundación, donde atiende a los indigentes, besa a los leprosos y a los sifilíticos, escucha a los desesperados, calma, cura, consuela, reparte dones palpables, acariciables, de cercana materia, más inmediatos que la gracia de Dios.  

Esta Eva llega descalza pero con las uñas de las manos y de los pies pintadas de una laca traslúcida. Vestida sencillamente con una túnica blanca, como si viviese en el Cielo, aunque sin alas. Tiene el cutis seco y transparente como un papel de calco. Ema intenta devolverle la muñeca con deferente cortesía, para no ofenderla.

–Muchas gracias, Señora. Ya soy demasiado grande para estas cosas. ¿Por qué no se la regala a alguna nena?  

Eva le roza, con brusco afecto, la mejilla derecha. Las yemas de los dedos tienen la textura delicada de un pétalo.

–Ninguna mujer es demasiado grande para tener una muñeca.

Ella insiste en el rechazo, mientras mira de reojo a los costados, con un apuro tímido, como si temiera que sus padres muertos apareciesen en cualquier momento y la viesen aceptar esa donación bochornosa. Eva se impacienta. Suelta una palabrota.

–¿Querías saber que fue de tu hija, no? Ya me agradecerás ese regalo. Pero no te espantes –añade con voz quebrada, compasiva–. No tengas pena, porque todo pasa.

La mañana siguiente, Ema recuesta la muñeca sobre la cama, en la habitación que fue de su hija. Le corta y le cose un vestido nuevo, con mangas abullonadas de princesa de cuento, como para un cumpleaños de quince. El azul resplandeciente, casi turquesa, hace juego con los tornasoles sedosos de la colcha. Luego la peina y le recoge el pelo en un rodete. Pasa cada vez más horas del día en ese ámbito de la casa, hace tiempo vacío de la presencia humana. Reordena papeles, revisa cartas y fotos. Teje pulóveres absurdos para abrigar un cuerpo inalcanzable.

Una noche se despierta de golpe mirando al techo con los ojos abiertos, mientras Luis duerme un sueño duro y artificial. Todas las luces están apagadas, salvo la pequeña lámpara del cuarto de Julia.

El gemido comienza a enredarse en las cortinas apenas flotantes, mueve la puerta entornada, mancha el hilo de luz que llega del otro dormitorio. Luego se convierte en un llanto y después en un murmullo de oración y después en el grito de un dolor imposible. Como el de un cuerpo vivo al que le hubieran trepanado el cráneo y abierto las venas para vaciarlas de sangre humana y llenarlas de alcoholes y de ácidos.

Ema clava las uñas en el colchón mientras la frente se le cubre de un sudor corrosivo. Luego se levanta, guiada por la estela de luz sombría. Antes de abrir la puerta de par en par, cierra los ojos. No se atreve a mirar de frente la piel acaso martirizada de la muñeca. Sin embargo, cuando lo hace, ella sigue intacta sobre el almohadoncito infantil en forma de corazón. Ni una sola de las hebras doradas se escapa del rodete tirante. El vestido de fiesta, expandido en forma de corola, rodea la cabeza como un halo enjoyado.

La madre levanta con aprensión esa campana de esplendor azul y grita sin voz, como en las pesadillas. Mínimos manantiales de sangre fresca brotan en los lugares donde una mujer adulta hubiera tenido el sexo y los pechos. El torso parece comido a dentelladas, carbonizado por partes, perforado por agujeros de vacío que borran, hacia abajo, los tonos luminosos de la colcha de seda.