Cuando llegó al Hospital de La Habana a saludar a la parturienta, Fidel Castro miró al bebé en su cuna y exclamó: “Este niño ha conocido las balas antes de nacer”. El hablar galante, ingenioso y florido del líder, y el Caribe entero, se colaron ese día en el cuarto que imagino ascético, donde se recuperaba de los pujos la chilena exiliada Beatriz “Tati” Allende, la hija de don Salvador Allende y Hortensia Bussi. Un vientre lleno en viaje entre dos latitudes, entre dos destellos de la historia de Occidente. No hubo hipérbole ni metáfora en la observación de Fidel, sino revista de un acontecimiento de fama mundial, porque el bebé, Alejandro, que fue arrojado al mundo ese 5 de noviembre de 1973 en Cuba, había estado a punto de no nacer el 11 de septiembre previo en Santiago de Chile, cuando el dictador Pinochet ordenó el bombardeó de La Moneda y Allende obligó a su hija y secretaria, la Tati, a huir de ahí por donde fuera. La panza casi estallada de bronca más que de preñez. La historia le deba la razón a la revolucionaria que, como el Che Guevara, estaba convencida de que la oligarquía latinoamericana no se rendiría jamás ante las instituciones en una democracia sin su tutela, como pretendió sin éxito Salvador en Chile (el Che se lo advirtió en el único encuentro), sino mediante la violencia planificada.
Así es que la Tati salió de La Moneda pistola en mano, confundiendo el territorio con el cuerpo del enemigo, que estaba ya por el cielo con sus bombas. Salió con idéntica desesperación que cinco años antes, cuando supo de la muerte en Bolivia de su compañero de lucha el Che, y tuvo enseguida que ayudar a toda la avanzada guerrillera a escapar del sur del continente por el Pacífico. Cuando 1977 se suicidó en La Habana dejó una carta a Fidel, en la que explicaba que su espíritu insurrecto había quedado echado en las calles de Santiago de Chile, y que el exilio cubano le impedía rescatarlo. Como en el samurai, la vida encontraba en ella su sentido ético y estético en la muerte bajo la acción. Es por eso que el suicidio meditado, en el universo revolucionario, está visto como una decisión mezquina. Se muere en combate y antes de ser capturado por el enemigo. En Cuba nunca se admitió que Salvador Allende se disparó en La Moneda antes de ser rematado por la horda militar (la segunda exhumación del cadáver, en 2011, reveló la verdad de esa secuencia a forenses de varios países: “Fue la única vez que vi a mi abuelo”, dice Alejandro).
Hace unas semanas se presentó en Santiago, a través de editorial Pehuén, la biografía Beatriz “Tati” Allende, la revolucionaria olvidada, escrita por el historiador Marco Álvarez. Alejandro colaboró con fervor a través de su testimonio y las lecturas, y estuvo como presentador del libro en Santiago. De por sí el atributo “olvidada” del título asigna a la segunda hija del expresidente socialista una categoría subalterna, que la separa del resto de la familia superviviente, desde hace tiempo incorporada a la clase política chilena (la hija menor, Isabel, es Senadora y la hermana de Alejandro, Maya, preside la Cámara de Diputados). Alejandro Fernández Allende, el hijo varón que viene conversando con el espectro materno desde el suicidio –un espectro que pudo ver en vivo bajo el efecto de la ayahuasca– mantiene con su propia historia una relación de develamiento. Debió interpretar el legado del abuelo y de la hija inseparable, su madre, bajo sus propias condiciones de existencia: ser homosexual en Cuba en los años ochenta y noventa –y a la vez nieto de un héroe socialista– era un calvario, en Chile una sobreexposición permanente, y en Nueva Zelanda, donde vive desde hace casi veinte años, trabajando en una empresa de seguros de viaje, con el alivio de pareja incluida. Ramón Carney (Ramón por un actor mexicano que su madre, neozelandesa, admiraba), su compañero en ese país desde hace quince años, nos observa sin entender la lengua de nuestra tertulia en la casa de Don Salvador.
Sos como un Hamlet en desvío, debatís con el fantasma de tu madre en lugar del paterno, y tu Ofelia tiene nombre de varón.
–Cuando mamá se suicida yo tenía poco menos de cuatro años. Y recién a los quince pude leer la carta en la que explicaba su decisión. Nos había dejado a mi hermana Maya y a mí porque ya no podía soportar la tristeza de estar lejos de su país para liberarlo de Pinochet. Jamás se perdonó haberle hecho caso a Allende en La Moneda y escapar. Y creo que, además de liberarlo, quería volver a su país para vengar al padre. Siempre digo que era una Electra en ese vínculo tan intenso. Como estricta revolucionaria, la muerte para ella era un don si uno muere en el campo de batalla. Imaginate lo que había sido su convencimiento guerrillero, ya a los veinte: fue una de las fundadoras del Ejército de Liberación Nacional, recibió entrenamiento militar en Cuba, donde conoció al Che, con quien tuvo un amor platónico, y se intercambiaban más tarde información de Chile a Bolivia en código morse. El Che era el sentido de la revolución, su héroe. Cuando llega la noticia del asesinato se encierra en el baño a llorar y gritar. Pero de inmediato se pone a planificar la huida de los compañeros que estaban en Bolivia, ella misma desde la frontera. Mi padre, que fue servicio de inteligencia cubano en Chile, me dijo una vez “tu madre era demasiado radical, no he visto nadie tan apasionado por la revolución”. Creo que en cierta manera lo asustaba.
¿Qué reacción tuvo tu padre cuando le dijiste a los dieciséis que eras homosexual?
–Me dijo “si en este país no te gustan las mujeres estás jodido”. En Cuba la homosexualidad era tabú, perseguida, aunque se cogiera a diestra y siniestra, y entre locas y padres de familia. Como suele pasar en las sociedades latinoamericanas represivas. Pero guay de que pretendieras llevar una vida como maricón. De todos modos, mi padre era un actor secundario en mi vida. Cuando Fidel lee en la carta de mi madre el pedido de que mi hermana y yo no quedásemos bajo custodia suya, porque era un hombre alcohólico y mujeriego, enseguida cumple. Así, nos cría Mizti, la hermana de la Payita (Miria Contreras), la secretaria y pareja real de mi abuelo, también exiliada en Cuba. Porque la abuela Tencha (Hortensia Bussi de Allende), que se refugió en México con sus otras dos hijas, en realidad había mantenido a lo último con el Chicho (Allende) solo un vínculo institucional. Nunca dejaron de vivir juntos, se tenían cariño, pero el matrimonio había terminado.
¿Sentís que Cuba te escamoteó la revolución, al no admitir tu diferencia, como le pasó a Pedro Lemebel?
–En ese entonces era imposible estar en paz con uno mismo siendo homosexual en Cuba. Mantenerse en el secreto era la manera de subsistir. Pero en esas sociedades de vigilancia extrema, el ojo omnipresente, aunque no nos mire, nos mira. Cuando era muy niño me gustaba vestirme con ropa de mi mamá y de Mitzi –me gusta decir que tuve una niñez de cross dresser– pero a medida que crecía se me hizo intolerable ir descubriendo que era marica, y que eso era permanente. De adolescente probé con novias, pero el deseo original seguía. Además, con la conciencia del legado de Allende; todo se complicaba. A los doce pensé en matarme. Pero sentí que Tati, muerta, me detenía. La última vez que vi a Mitzi, cuando ella decide regresar a Chile porque estaba muriendo de cáncer, me preguntó si me gustaban los hombres. Y yo le respondí que no. Ella insistió en que me iba a querer de todas maneras. Me estaba dando permiso, y yo no lo tomaba. Tanto era mi terror.
Hubo una alianza entre tu madre y vos, entre una mujer indomable y un chico que se enojaba por tener que crecer en el secreto...
–Veo hoy a mi madre como una feminista que no supo que lo era. Que, como yo, tuvo que lidiar con el machismo cubano. En Chile había cargado sobre su espalda una misión histórica que no era precisamente común en una mujer, y tan joven. Cuando llegó a Cuba los líderes la nombraban como “la hija de Allende”. Y ella se ponía de culo: “Perdonen, pero yo soy Beatriz”. Y sí, entre padre e hija había un amor inmenso pero también autonomía y desacuerdo. No veían el proceso histórico de la misma manera. Chicho creía en cambios radicales pero dentro de las instituciones de la democracia tradicional, y Tati era una profeta de la revolución armada. Cuando salió el proyecto de la biografía, y conversamos con Marco Álvarez sobre su vida, fui tomando junto con él conciencia de la verdadera magnitud de mi madre. Cómo había sido dejada de lado en el relato de la historia, un silencio saturado de ideología e intencionalidad porque fue una personalidad demasiado radical y además suicida, y asumí su rescate como deber amoroso. Ahí ves como la alianza simbólica se devela en lo concreto. Como cuando en Cuba el gobierno decidió que Maya y yo nos llamaríamos Allende Fernández, invirtiendo el orden de los apellidos, y nosotros volvimos a darlo vuelta en 1992, ya en Chile. ¿Qué pretendían? ¿Crear una dinastía patriarcal revolucionaria a partir del apellido de mi abuelo? Además el apellido Fernández tiene un origen falso. Como mi padre era servicio de inteligencia, le cambiaron el nombre. El de nacimiento era Gallart Grau, pero un servicio tiene que asumir de por vida otra identidad. Mi vida también fue una fuga de identidades y de territorios. Un exilio permanente, en etapas.
En ese diálogo continuo que entablaste con tu madre, ¿le reprochás la obcecación en quedarse en La Moneda durante el ataque, con vos en la panza, y después el suicidio? Es una pregunta jodida, ya lo sé.
–Mirá, no tengo nada que demandarle a mi madre. Su corazón era revolucionario. Para mí es un orgullo su manera de entregarse a lo que creía una misión histórica, por la que valía la pena el sacrificio. Ella era muy extrema, y a la vez muy sensible y humana. No soportó el exilio. Si el Che habló del Hombre Nuevo, hay que decir que la Tati era la Mujer Nueva, en una Cuba que era misógina y homofóbica. Yo amo a mi madre con desacuerdo en su visión del mundo. No soy un revolucionario, me siento cómodo en Auckland. Quizá porque crecí en una Cuba tan rígida, donde la felicidad para el que no encuadra es un trabajo demasiado duro. Buena parte de mi generación tiene hoy una mirada crítica y muchos reclamos. Sé que las cosas se han modificado, que las locas viven con mucha más libertad –vi a chicos besándose en el malecón de La Habana– sobre todo gracias a la militancia lgtbi de Mariela Castro, la hija de Raúl. La Tati hoy estaría contenta de que, a pesar de no coincidir en lo ideológico, volví a Santiago a presentar su biografía de revolucionaria. Su vida sale por fin del confinamiento y del olvido. Y me imagino que debe ver huellas de sus rebeldías en todo el proceso que me llevó a asumir mi sexualidad y hacerla pública, siendo el nieto de Salvador Allende, y nacido en Cuba.
¿Cómo fue tu proceso de coming out cuando regresaste a Chile, en una década menos favorable a ese gesto como los noventa?
–Con Tencha, mi abuela, teníamos unan relación muy cercana cuando volví a Chile. De hecho me fui a vivir con ella cuando me puse a estudiar periodismo. Cuando estaba terminando la carrera y ya le había contado a muchos de mis compañeros y a todos mis amigos, entré a la casa y fui directo a ver a mi abuela: “Tencha, tengo que hablar contigo”. Mi abuela estaba viendo una película y me dijo que si no era importante habláramos más tarde. “Tencha, soy homosexual”. Ella ni se pasmó, se quedó unos segundos en silencio y me dijo “Ya lo sabía”. Entonces me hizo gracia y le pregunté si le parecía yo muy maricón: “Es que solo te veo con amigos varones, y ni una novia”. En fin, si eso fue por primera vez en el ámbito de la familia, más tarde se hizo público cuando el diario La Tercera publicó una entrevista de varias páginas que tituló algo así como el nieto gay de Salvador Allende. El autor me persiguió meses online cuando yo ya vivía en Auckland. Finalmente acepté. Las cartas al director publicadas luego, y la reacción de la derecha fueron tremendas, pero me dieron la posibilidad de defenderme en el diario, respondiendo los ataques. Además, el Movilh (Movimiento de Integración y Liberación Homosexual) y otras organizaciones fuera de Chile. El escándalo duró como un mes, y por suerte yo estaba viviendo ya en Nueva Zelanda. Creo que fue un gran aporte al movimiento lgtbi.
¿Pensaste en contraer matrimonio con Ramón? ¿Cómo te llevás con los nuevos derechos lgtbi?
–Con Ramón tenemos una pareja abierta desde hace mucho. Lo conocí en un website, y después de mucho sexo nos fuimos a vivir juntos. Y sí, ya te imaginarás que tengo muchos amantes, en una sociedad tan diversa como la de Auckland. Maoríes, árabes kiwis. Realmente nunca he creído en el matrimonio y menos en la monogamia, pues me parecen construcciones sociales añejas, alejadas de la naturaleza humana. Pero celebro que las personas lgtbi puedan casarse, si es que lo desean.
En Alejandro, como en todas las locas, la solemnidad es un vestido fino de ocasión. Nuestras vidas están hechas de identidades aéreas, y tuvimos que aprender a bailar hasta sobre un volcán. Como nadie, sabemos que los roles a los que uno se apega por momentos son máscaras. Esa tarde en la casa de Salvador Allende, donde a la mesa del almuerzo está todavía sentada la familia del prócer socialista, mi entrevistado y amigo me hace levantar de la silla para llevarme a recorrer los espacios preferidos del abuelo: la biblioteca, donde me hace sentar para el mariconeo (“mi abuelo, de haber sido un tema de debate público en la época en que vivió, hubiera apoyado el movimiento de liberación nuestro. Era muy progresista en todos los aspectos, y muy sensible. Tenía excelente buen vínculo con artistas que sabía que eran gays”); el jardín trasero, en cuya medianera había una puerta secreta por donde– me cuenta en registro de chisme– entraba la Payita a encontrarse con el presidente; el pequeño balcón del segundo piso donde saludaba a los vecinos o militantes cuando se despertaba, y donde ahora yo saludo a la nada. Lo único verdadero en este instante es el espectro de Salvador Allende y el de la Tati subiendo y bajando las escaleras.