Piglia fue un gran cuentista, un excelente novelista y, sobre todo, un enorme “animal literario” (un “litterator”: maestro, letrado, escritor), un hombre que, cuando muy joven, pensó la literatura como un discurso social autónomo en medio de los discursos sociales de la Argentina y de otras partes. Pensó muy bien, internamente, desde su textura, a Jorge Luis Borges; pensó muy bien a Roberto Arlt; pensó muy bien y tempranamente a Manuel Puig; conoció y pensó desde dentro a Rodolfo Walsh, a Haroldo Conti, a Juan José Saer, a muchos otros, y nunca fuera de su contexto histórico, político y social, como también en una línea de evolución y desarrollo de la literatura misma, y de la literatura argentina en particular.
Comencé a tratarlo hacia los dieciocho o veinte años de ambos, en La Plata, en nuestra combativa y querida Universidad común, y desde aquellos días admiré esa capacidad suya de percibir el entramado de los textos con el de la historia del país, con nuestra sociedad, haciendo pie, en especial, en la literatura. Fue el primero de nosotros que vio “la economía” en Arlt; lo subterráneo y, por ende, lo subversivo, en Macedonio; la poderosa y fluctuante “Clase media: cuerpo y destino”, ya desde la primera novela de Manuel, La traición de Rita Hayworth. Cuando me acerqué, por ejemplo, a Los premios de Cortázar, y se la comenté con entusiasmo, me alertó: “Leé más bien Rayuela, que acaba de salir. Ahí hay algo nuevo”. Y así siempre…
Era, como supo decir y cantar Allen Ginsberg en Aullido, sin duda, indiscutiblemente, “una de las mejores mentes de mi generación”.
* Escritor y docente.