Para Ricardo la ficción era un imperceptible movimiento de un objeto real, que debía seguir siendo real, y al mismo tiempo dejar algún pequeño indicio de que se había corrido de lugar. Creó así una zona de incerteza sobre el ser narrativo, que acompañó toda su aventura literaria. Su tarea de años fue la asombrosa presencia a su alrededor de varias generaciones de lectores que aprendieron a reconocer el pequeño matiz pigliesco, esa abrumadora ambigüedad entre la narración de una historia y la propia historia objetiva, que en un segundo plano silencioso, resistía quejosa a que el escritor la solicitara como un severo archivista y la largara a la libertad como un enigma oracular.

Hizo todo esto con las intuiciones que le proporcionó su condición de antiguo y ávido lector de la historia argentina, más la antropología de delicadas tergiversaciones que finalmente componían un mundo de claves apenas insinuadas, nunca aptas para el descifrador profesional. Respiración artificial, al comienzo de los ochenta, ensayó esa veladura general de los hechos, levantando una dolorosa ficción sobre el desasosiego nacional, con una serie de diálogos, que retrocedían hacia el infinito -la no historia- en el momento en que cada personaje citaba la historia que había contado el anterior, que a su vez ofrecía lo suya. Así la estructura pigliesca siempre fue un “dijo tal que dijo tal”, y la trama de relatos compuso la mayor alusión de segundo grado que tuvo la literatura argentina de la propia literatura argentina. Por la misma razón, la voz de un narrador que se resuelve en el problema existencial y literario de la glosa, le interesaron Saer y Puig. Saer le interesó por el modo el que tiempo del narrador se convertía en una asombrosa objetividad lúdica. Y Puig por las dificultades que surgían como enseñanza radical cuando se fingía que había una voz natural de lo popular en su inocencia última, que podía ser grabado y trasladado a una narración, dejando todo en libertad para que trasunte el horror y la piedad al mismo tiempo.

Piglia fue prudente, su humor era contenido e incisivo, lo más grave solía no decirlo, y tiempo después emergía un mendrugo de lo acontecido como una ironía indescifrable. Elaboró su frase con un cincel vibratorio, tenían que terminar en un suave acertijo y seguir temblando largo tiempo en la conciencia del lector. Siempre fingiendo indiferencia, dejando aromas de fino humor. Restituyó en el país la lectura de Macedonio haciendo del lector el único personaje de ficción que siempre comprendía que lo era. Su novelística fue un dúctil narguilé que se aspiraba entre Borges y Arlt, pero con sutiles maniobras de su embarcación que los esquivaba en todo lo que a la vez ambos tenían de escollo. Sus Diarios son una memoria literaria de los años 60 como la que aún no se había escrito, salvo Borges con Bioy de esos mismos años. El contraste entre ambas memorias esenciales de la vida de los escritores en tanto existencias arrojadas al mundo, será durante mucho tiempo motivo de estudio de los muchos que aún se interesan por estos temas trascendentes. Porque son vetas esenciales y diferentes de la memoria nacional.

Su dimensión ligada al policial negro lo hizo crear grandes comisarios golpeados, una gran inversión ética con la que se desafiaba al mero o superficial progresismo. El comisario Croce, el más memorable, pariente de Treviranus de Borges o del Daniel Hernández de Walsh. Estudió vanguardias y como todo en él, fue nuestro último vanguardista sin que nuca lo hubiera dicho; no tenía necesidad de mentar ese concepto. En los últimos tiempos escribió con los ojos, metáfora esencial a la que arribó porque estaba enfermo –con inusual resignación viril y existencial–, y porque finalmente estaba experimentando con sus máquinas de escritura, que ahora parecían menos anónimas, ya que no sentía tener cuerpo y  todo se refugiaba en los poderes de la visión, de donde salía la letra escrita. A la vez doliente, y empeñosa en continuar significando a una ciudad ausente, o cualquier otra ausencia –para registrar las cuales Piglia fue un maestro del indicio vital apenas susurrado–, y en este caso, su cuerpo ausente que resistía y resistía gracias al misterio de la literatura. Un misterio secundario que siempre emana de un cuerpo, cuerpo que siempre emana del más duro materialismo ético que pudiera haber. Ricardo encarnó todo eso,  a veces lo llamó crítica, a veces lo llamó ficción. Creo que cuando alguien muere, hay muchas muertes ya acontecidas que como cortejo espectral vuelven a hacerse presentes. No mueren otra vez, indican que tienen una clase especial de existencia que no sabríamos definir muy bien. Renzi pasa, Waslh vuelve a asomarse.

* Sociólogo, ex director de la Biblioteca Nacional.