“Si me duele una muela me paso un sapito”, dice una vecina de El Dorado. No vaya a pensarse que la señora es la supersticiosa del lugar. Muy por el contrario. Parece, de todos quienes desfilan ante cámara, la más instruida de ese pueblito bonaerense de 318 habitantes. Así como otras poblaciones se distinguen por la producción de aceitunas, de trigo o de soja, podría pensarse, de acuerdo a lo que El espanto deja ver, que la fecundidad de El Dorado radica en su oferta de curanderos. Es más: da la impresión de que en El Dorado todos son curanderos. “Nooo, acá no entra un médico ni por asomo”, afirma otro vecino. “La última vez que vi uno no sé ni cuándo fue. Acá nos curamos entre nosotros. Problemas de estómago, mareos, dolores musculares, todo.” Hay, sin embargo, un cuadro que el arte curativo de la zona no puede sanar. La ciencia médica, menos. Se trata del espanto, una enfermedad aparentemente propia del lugar, cuyos síntomas no están claros, pero parecerían consistir en algo semejante al estupor. “La persona ve algo, le pasa algo que la asusta, y le agarra el espanto”.
Si la población entera de El Dorado estuviera loca, o fuera idiota, o padeciera una suerte de freakismo colectivo, la cosa no tendría mucha gracia, por unidimensional. Obviamente que todas esas son alternativas posibles. Pero los realizadores Martín Benchimol y Pablo Aparo, graduados de la carrera de Imagen y Sonido, se cuidan de no cerrar el sentido, de no imponer al espectador un punto de vista definitivo sobre el asunto. Esto era constatable en el documental previo de ambos realizadores, La gente del río (2013, disponible en la plataforma virtual Cine.ar), que estudiaba otro pueblito de la provincia de Buenos Aires, Ernestina, al lado del cual El Dorado parece Nueva York. Por lo visto los pueblos raros son la especialidad u obsesión de estos realizadores, cuyos documentales son hasta el momento prácticamente ignorados por aquí, aunque han ganado gran cantidad de premios en festivales internacionales.
La clave de funcionamiento de ambos documentales es su carácter observacional y por lo tanto prescindente por parte de los realizadores, que buscan desaparecer detrás de cámara. O fingen hacerlo, prefiriendo sugerir mediante el modo indirecto que es propio de la imagen, su sucesión y su desglose. De acuerdo a lo que los vecinos testimonian, da toda la sensación de que El Dorado vive en un estado precientífico, en el que algunos pobladores andan incluso vestidos como gauchos del siglo XIX. En ese estadio la medicina moderna no es bien vista, y un sapo atado con un hilo rojo o una cinta plegada tres veces sobre sí misma curan más que medicamentos y bisturíes. Salvo que se trate, claro, del espanto. Ahí sí que el saber y el poder de los vecinos de El Dorado se detienen.
“Hay cosas conocidas, como la luz mala, o la viuda blanca, que se aparece al costado de la ruta, o la chancha de lata”, aclara un vecino convencido de que la solución para todos los males es “echarle adrenalina al cuerpo”. Para ello entrena todos los días tirando trompadas y patadas al aire, mientras repite en voz alta “Adrenalina, adrenalina”. Pero con el espanto no hay quien pueda. Eso es, al menos, lo que los vecinos de El Dorado sostienen en un primer momento. Sin embargo, alguna mirada que se desvía, alguna afirmación entrecortada, alguna inquietud corporal terminan dando paso a la figura del hombre “que parece que lo cura, aunque yo no lo conozco”. Benchimol y Aparo espían de lejos al misterioso anciano, de aspecto descuidado, que no vive en el pueblo sino en las afueras, en un rancho miserable. Habrá que dejar envuelto en el misterio el método curativo de este tal Jorge, que bien podría ser el remate de un chiste.
Tal vez más que eso importe la afirmación de un paisano de que el espanto “les agarra a las mujeres, porque la mujer es más débil que el hombre”. O la de otro lugareño de barba blanca que confiesa que “no quedan mujeres solteras en el pueblo, están todas casadas”. Luego ríe nerviosamente, cuando se le pregunta si hay algún matrimonio homosexual en el pueblo. “No, no, de eso nada. Imagínese, si hubiera habría que matarlos.” Así, de a poco, El Dorado se va pareciendo a esos pueblitos de tantas películas de terror, perdidos en el tiempo y el espacio, desde 2.000 maníacos, del padre del gore Herschell Gordon Lewis, hasta La masacre de Texas. Películas en la que los carteles que indican “desvío” no se sabe en qué sentido lo dicen. Y todo a sólo 300 kilómetros de una Buenos Aires que cree vivir en el país de la modernidad.