Desde Ciudad de México y San Cristóbal de las Casas
Todavía, varias semanas después, el bloque de la derrota se siente en los recelosos silencios de Atlacomulco. Hasta aquí llegó la aplanadora electoral de la coalición Juntos Haremos Historia que el pasado primero de julio llevó a Andrés Manuel López Obrador a ganar la presidencia de México. Atlacomulco no es un distrito cualquiera: es la espina dorsal del PRI, el partido del presidente Enrique Peña Nieto, y el bastión de este partido que ha gobernado México desde 1929 hasta el año 2000 y luego de 2012 al 2018. El poder del PRI en esta localidad del Estado de México de 95.000 habitantes es un linaje cuyo máximo representante es el actual mandatario, Pena Nieto, quien estuvo al frente de la ahora decapitada cabeza del Grupo Atlacomulco. La historia cambió aquí de repente y los priistas no esconden su desazón. Pero si Atlacomulco simboliza el abordaje electoral de los bastiones históricos del PRI por parte del partido movimiento de Andrés López Obrador, hay dos límites igualmente significativos a su triunfo: el narco y los zapatistas. En las tierras del Estado de Guerrero en manos de grupos del crimen organizado la oferta de una amnistía propuesta por Obrador no movió los porcentajes a su favor. Las regiones del Estado de Guerrero donde operan grupos como Los Lardillos y Los Rojos resistieron a la ola de Morena (Movimiento de Regeneración Nacional). Una investigación del periodista Ricardo Ravello da cuenta de que allí los candidatos del PRD y el PRI estaban “financiados por el crimen” y que “ambos partidos son controlados por Los Ladrillos y Los Rojos”. Las urnas no dieron vuelta esa mecánica.
El segundo portazo lo dieron los zapatistas. La llamada “izquierda de la izquierda” representada por el movimiento indígena que surgió en Chiapas hace 22 años repudió sin ambigüedad al candidato ganador. En un comunicado difundido un par de días después de las elecciones presidenciales, los zapatistas dijeron: “Podrán cambiar de capataz, los mayordomos y caporales, pero el finquero sigue siendo el mismo”. Desde entonces, ambos sectores protagonizan una confrontación pública a través de intermediarios y comunicados. Uno de estos protagonistas es el súper comprometido padre Alejandro Solalinde, defensor de los derechos humanos de los migrantes, coordinador de la Pastoral de Movilidad Humana Pacífico Sur del Episcopado Mexicano. Solalinde es una figura mayor de México y ha intervenido para acercar posiciones. El padre dijo que había una parte del movimiento zapatista que “sí cree en el cambio”. Sin embargo, lo que surge del posible dialogo entre Obrador y el zapatismo es un divorcio inconciliable. Desde el principio, la barrera fue un muro muy viscoso. En el primer comunicado zapatista firmado por los subcomandantes Galeano (antes Marcos) y Moisés, estos comparan la victoria de Obrador con el fútbol: “el dueño del balón no pierde, no importa qué equipo gane. La gran final tan esperada y temida concluyó y el equipo vencedor recibe, con falsa modestia, los clamores de los espectadores. ¿Cuántas veces ha escuchado usted eso? Muchas, ¿vale la pena contarlas? Las derrotas reiteradas”. Fue a partir de ese no rotundo que el padre Solalinde exploró las vías de una mediación, pero el resultado fue peor. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) aclaró, en referencia al dialogo planteado por Solalinde, que “no ha aceptado ningún primer diálogo con nadie”. Encima, los zapatistas acusaron al padre mediador de incorrecciones permanentes: “del señor Solalinde no hemos recibido más que mentiras, insultos calumnias y comentarios racistas y machistas al suponer él que (…) somos unos pobres indígenas ignorantes”, resaltaron los zapatistas. De hecho, lo que surge en medio de cierta confusión es que, a través del padre Solalinde, Obrador les habría enviado una “carta de intenciones para dialogar” con los zapatistas. El padre se apresuró a evocar la existencia de “un dialogo” con el EZLN al que invitó a “abrirse” porque su “actitud no corresponde con la nueva era que estamos comenzando”. El zapatismo, sin embargo, cerró los caminos en términos muy duros. El subcomandante insurgente Moisés, en nombre del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (CCRI-CG-EZLN), dijo en un comunicado que todo eso “era mentira”. Luego, el subcomandante Galeano (Marcos) puntualizó: “Si somos sectarios, marginales y radicales; si estamos aislados y solos; si no estamos de moda: si no representamos nada ni a nadie; ¿entonces por qué no nos dejan en paz y siguen celebrando su triunfo ?”. El epilogo de estas escaramuzas lo selló el mismo Solalinde cuando admitió “no es momento oportuno para el dialogo con el EZLN”.
Las divisiones entre Andrés Manuel López Obrador y el zapatismo tienen raíces lejanas. En los años 90 del siglo pasado ambos se acercaron, pero el entonces subcomandante Marcos y Obrador empezaron a enfrentarse fuertemente durante la campaña para las elecciones presidenciales de 2006, cuando el zapatismo señaló a Obrador como un “representante de la falsa izquierda” y “enemigo de los indígenas”. En esta campaña 2018 que terminó con la victoria de López Obrador el candidato buscó zonas de acercamiento con señales de “respeto y conciliación” pero, al mismo tiempo, acusó a los indígenas de “dividir a la izquierda” porque estos habían presentado una candidata indígena independiente (Marichuy). Para el zapatismo, Obrador es un hombre “del sistema de partidos” y nada más. Sus guiños hacia ellos y hacia los indígenas no sembraron zonas de confianza. Cuando Obrador cerró su campaña en el Estadio Azteca de la capital se refirió a los indígenas. Pero la deuda es muy grande. En el camino quedan por cumplir varios requisitos para que una relación entre la izquierda zapatista y el presidente electo sea tangible: faltan que se cumplan plenamente los términos del acuerdo de San Andrés (con ellos se suspendió el levantamiento zapatista), los temas ligados a la autonomía indígena y la entera propiedad (soberanía según los zapatistas) de los recursos naturales. El fin de las matanzas y del control político de los carteles mexicanos y la abismal deuda con los indígenas (20% de la población, 68 idiomas) de México siguen siendo dos telones espesos que requieren mucho más que declaraciones de buenas intenciones.