–Nos estamos viendo - dice una de las peores frases de la época. Una frase que no ve lo que no quiere ver: verse como una amenaza latente pero inconsistente, un deseo permeable y en fuga, una toreada a las ganas de aferrarse a la piel como una forma de escape al espejo sin reverso de mostrarse sin muestras de cariño (ah, no, ni muestras gratis) porque no se trata de relaciones extensas y conservadoras versus encuentros fugaces y prometedores, sino de una tela roja hincando los cuernos sobre las ganas de pellizcar al cuerpo la risa del goce o el gozo del cariño. Verse como una toreada que descabalga las ganas. Y, sin embargo, la contrapartida en alza de un trending topic en las soledades nocturnas esquivas y compartidas:
-¿Querés ver?
Los cuerpos desnudos se muestran como un álbum de figuritas, que igual que el mito del premio (ya analógico) de la pelota de fútbol no logra, casi nunca (o tan poco que no valdría la pena romper paquetes por las ganas de despejar los casilleros vacíos) mostrarse para seducirse, acariciarse, disfrutarse, dormirse encima o sentirse en la calidez del roce que deja de escaparse y se atreve a frotarse como las piedras que hincaron el fuego cuando se convencieron de la alquimia de juntarse y de la inmovilidad de la distancia.
Los cuerpos desnudos no se ofician mimos, no son un augurio de bendiciones acarameladas que se revuelven en una olla que espera ser lamida por una cucharada, no se hornean por horas en papel plateado que se sabe temerariamente ardiente y se espera que se corra de la fuente como un telón de un teatro que anuncia al abrirse una función irrepetible. No. O sí. Si son sends que descabellan los trazos de las rutas que separan, que reparten las chispas del fuego para democratizar la pasión en todas las noches y en todas las camas, si dejan en el baño la bendición de extrañarse o de conocerse o de lamerse sin otra lengua que la de las palabras, ahí sí el sexo se redescubre en una ventana que no solo es indiscreta sino que trae, como el otoño, un recambio de hojas que pasan de amarillas a rojas y que nunca pueden terminar de barrerse.
Pero, salvo las veces que los cuerpos buscan las formas de encontrarse y desearse potenciados por las redes que hacen del escribiendo un rezo con el cuello arqueado, el sexteo también reproduce las diferencias de género. Y en nuevos formatos en donde, muchas veces, el gusto masculino pide una nueva prueba de amor instantáneo y sin el compromiso, si quiera, del gozo reciproco. Mandar para no mandarse, ver para no verse, mostrar para desmarcarse.
No hay una sola forma de desear, ni un solo deseo, nada es binario o simple: si algo no es sencillo aunque encuentre la felicidad más suelta es el sexo. Pero, frente a las mujeres que desean, hay muchos varones que piden para plantar, muestran para fugarse, estimulan para esquivarse y en donde el ojo en la paja ajena termina siendo una forma de exhibir, en vivo y en directo, el sexo caído en el aljibe de un desahogo sordo, un pañuelo que recoge la pólvora mostrada en chimangos y el deseo vuelto descarga desaforada, en mute pero no mutua.
El sexo, es cierto, no es perfección, sino fricción, es revolución revuelta en tiempos de poder y de cambiarlo todo. Es verse de nuevo y nuevas frente a cuerpos latentes y latiendo en el día a día que pide todos los derechos para sacar la clandestinidad de la potencialidad del clímax y que también recambia sexo sin reglas, pero sí con la cortesía de ofrendarse el deseo de la felicidad de encenderse sin que la ofensa se vuelva una despedida que, ni siquiera, oficia con la generosidad del comienzo. Por eso, mejor, comencemos de nuevo.