Publicado por Eterna Cadencia (igual que Una intimidad inofensiva, de 2016, que reúne ensayos e hipótesis sobre la poesía contemporánea argentina), el nuevo libro de Kamenszain, El libro de Tamar, arma una trama con nombres conocidos de la escena literaria local en un intervalo que avanza de los años sesenta al presente. “Aquí –ahora– antes, siempre circulando por el tiempo otro que no es lo mismo que decir otro tiempo”, se advierte en El libro de Tamar. Ricardo Piglia, María Moreno, Josefina Ludmer, el padre de la escritora, Julia Kristeva y Philippe Sollers, el textualismo y el tango integran un gabinete de maravillas que se asimila mejor con la ayuda de la escritura envolvente y herética de Kamenszain.
–El origen de tu nuevo libro, el primero de narrativa, es un poema de Héctor Libertella.
–Sí, exactamente, porque el día en que lo encontré escribí ese primer fragmentito, el primer llamalo “capitulito” de página y media. Y después me paralicé por varios meses. No es que seguí enseguida. No. Escribí eso como si fuera una marca. Dije: “Bueno, vamos a dejar esto asentado”. Como si fuera un compromiso, un compromiso de palabras conmigo misma. Y ahí me paralicé, me dije: “¿Y ahora qué? ¿Qué es esto? Está muy lindo pero ahora qué hago”.
–¿Por qué te paralizaste?
–Porque, viste, yo ahí prometía. Me prometía a mí misma y a un posible lector: “Bueno, vamos a ver cuáles son los bolsones semánticos del poema de Héctor”. Ese es el asunto: no era que yo sabía cuáles eran y entonces los iba a contar. Ahí tenía que ver cuáles eran. Pero no. Y eso es escribir, ¿no? Me parece que eso es escribir. Para el tipo de trabajo que hago nunca hubo un guión pero sí un arranque. Tampoco la nada absoluta porque, sino, cómo empezás. Un arranque. Entonces después fueron unos meses de rumiar, rumiar la cosa. Y de hecho me acuerdo de que lo leí en público para ver cómo pegaba: ese poquito, esa página y media, la leí en público en un pequeño coloquio en la Universidad de San Andrés sobre mi libro anterior. Quería ver qué provocaba y suscitó una especie de intriga.
–¿La forma se fue dando mientras avanzabas o la tenías prevista?
–También se fue dando. Sí. Se me ocurrió, después, eso de que cada uno de los versitos podían llegar a ser un capítulo, pero como eran poquitos pensé que iba a ser un libro de diez páginas. Entonces ahí, cuando estaba en esa, leí Black out, de María Moreno y me dije: “Ah, se puede repetir, se pueden repetir los títulos, no habría problemas”. Es como que María ya lo dejó legalizado. Es como con las leyes, ¿no?
–Un precedente literario.
–Claro, cuando queda ya legalizado. Listo. Y creo que con la literatura pasa lo mismo. Eso me permitió ir y volver, ir y volver, que es la experiencia de narrar, de algún modo. Ahora te pregunto yo a vos porque les hago a todos la misma pregunta porque estoy haciendo una estadística, una encuesta. ¿A vos qué género te parece que despunta ahí? Si es que hubiera uno.
–Es una ronda de episodios autobiográficos, ensayo y poesía. Y una interpretación del pasado. Muestra también una época de la intelectualidad argentina, o más bien porteña, ligada a las vanguardias y a la teoría. ¿Cómo fue vivir esa experiencia y qué quedó de ese momento?
–Bueno, tenía una cosa muy intensa. Incluso hasta festiva, si pensás en el Instituto Di Tella y en la irrupción, también, del rock nacional; al menos esa era mi experiencia estética. No era solo con la literatura. Yo medraba mucho por el Di Tella, me estimulaban mucho todas esas experiencias de vanguardia y haber conocido a Oscar Masotta, haberlo escuchado, su paso de Sartre a Lacan. La irrupción del lacanismo también fue muy importante para mi generación. En Osvaldo Lamborghini aparece mucho. Y el rock nacional, o sea, Manal y Almendra para mí eran muy importantes. Y algo del tango, también, que aparece en el libro, aunque eso ya es algo personal. Saquémoslo de la vanguardia porque el tango y la vanguardia mucho no pegaban. Pero sí tenía algo festivo, medio combativo pero no tan político. También un poco pero político desde el lugar de las trasgresiones en el arte o de nuevas formas de entender la estética. Mis influencias, también, venían de los concretistas brasileños, donde aparece lo visual.
–¿Y cómo prosigue ese espíritu de vanguardia en tu modo de trabajar, de escribir y leer?
–Una influencia importante fue la de Néstor Perlongher con su crítica, o no sé si es una crítica, su vuelta de tuerca al neobarroco cuando él lo llama “neobarroso” y empieza a meter cosas más populares. A mí me pegó fuerte y ya empieza una nueva etapa mía de pensar: “Bueno, esto del barroco está bien pero es medio frío”. Es como la palabra hibridación, ¿no? Muy pegada a lo formal y a la forma.
–En tu nuevo libro ese aspecto parece vital y no un recuerdo congelado a la distancia.
–Sí, sí. No sé si viste lo que sacó Damián Tabarovsky en Perfil. Lo que me gustó mucho fue haberle dejado picando algo que él agarra y dice: “Ahora nosotros tenemos que contestar qué viene”. Y eso es lindo porque queda algo para seguir transformando. A mí siempre lo que me da miedo, o lo que no quisiera, es congelar un dogma, ¿viste? Ya sea literario o en lo que fuera. Quiero que todo se pueda volver a revisar y que entren nuevas vueltas de tuerca. El libro mismo, también, lo construí un poco así: como una espiral donde van entrando nuevas vueltas de tuerca que no estaban previstas pero que… a ver, cómo te lo explico, como que… como si me impulsara… De libro a libro, me impulsa una fuerza contra el libro anterior, de sacármelo de encima pero a la vez de enlazarlo. De enlazarlo sacándomelo de encima.
–¿Eso es porque la intimidad de este libro es tu intimidad y no un objeto de estudio, como pasaba en el libro anterior?
–Ajá. Está bien. No lo había pensado así pero es exactamente eso. Trato de hacer otra cosa pero a la vez no soltar el hilo. Sin soltar el hilo de lo anterior. Por eso te di el ejemplo de Perlongher cuando decía “neobarroso”. Cambia pero enlaza.
–¿Por qué decís que el género ideal por excelencia para vos era la teoría?
–En ese momento, sí. Lo sigue siendo “pero”, pero también con modificaciones. Yo vengo de la filosofía. Estudié Filosofía, no Letras. Entonces tengo internalizada una práctica reflexiva. No creer en nada pero tampoco el nihilismo. Sería como todo pasado por una maquinaria de cuestionamiento. Y ahora el objeto es la literatura pero siempre cuestionado, siempre dudando sobre cuáles son los límites. Eso sería también la palabra “post”. Muchos critican esa palabra, como si fuera un cliché o algo de moda, pero es difícil encontrar otra que hable de eso, que sería deconstruir y decir: “Hasta acá todo bárbaro pero… ¿y después?”
–¿Pero ese post está agregado a qué? ¿Post qué?
–Y le podríamos agregar “posteoría”, si querés (risas). Ahora, ahora se me ocurre. De hecho, ahora que lo pienso, puede ser “posfilosofía”, si teoría estaba identificada con la filosofía en un momento. No por nada estábamos hablando de Masotta con Sartre; hay una pata en la filosofía pero también en el psicoanálisis. Eso lo dice Giorgio Agamben en el prólogo a Estancias: a los filósofos ahora se los podría llamar críticos. Sería la crítica. Y que la crítica estaría entre la filosofía y el arte, o la literatura o la escritura literaria.
–En tus ensayos decís que hacés un trabajo de curaduría cuando elegís a algunos poetas no porque creas que sean los mejores, ni los peores, sino porque te vienen bien para escribir y pensar.
–Exacto. Los pongo juntos y se arma algo.
–¿El libro de Tamar es una suerte de curaduría autobiográfica?
–Sí, por ahí me “curo” un poco de ciertas cosas, también, de paso. No viene mal curarse un poquito de los propios, no sé, dolores, obsesiones, amores. Y también puede ser que pongo ese texto de Libertella en un colectivo de otras cosas. A Ricardo Piglia y a Josefina Ludmer. Una familia. Ahora que lo pienso se me ocurre que la curaduría es como armar una familia.
–¿Cómo ves la escritura de mujeres en la actualidad? Se publica más pero escasean las lecturas.
–Hoy tenemos entre las jóvenes un aluvión de magníficas escritoras, poetas y narradoras. Creo que el que hayan podido abrirse camino en este oficio nos da la gran oportunidad y también la obligación de cuidarlas. Es decir, de no permitir que pasen desapercibidas como pasó con mi generación y ni que hablar con las anteriores. Me acuerdo que cuando se programaba una antología, una actividad literaria, un premio, una revista o lo que fuera, se decía: “Uy, hay que poner una mujer para no quedar mal”. Hoy tenemos que llegar a crear la conciencia de que por lo menos hay que poner un 50 por ciento de mujeres para no “quedar mal”. El cupo, me cansa decirlo pero parece que todavía no se entiende bien, no es una obligación sino un derecho. Hasta que no se entienda eso, nos van a seguir insistiendo con el argumento falaz de que se elige por la calidad, no por el género. Hoy, por suerte, a las escritoras de “calidad”, ¡qué palabrita insoportable!, ya no tienen que ir a buscarlas porque están escondidas en los submundos domésticos, ya las tienen delante de las narices, así que por favor, no usen más esa justificación irrisoria...