La filmografía de Francesca Comencini está marcada por tantos vaivenes artísticos como desvíos temáticos, aunque si hay algo que siempre ha parecido interesarle son las causas y consecuencias de los cambios en las relaciones entre los personajes, en particular las amorosas. Tal vez el título en el cual esos reflectores mejor iluminan a las criaturas sea Mi piace lavorare (Mobbing) (2004), donde los conflictos interpersonales se veían zarandeados aún más por la problemática de la pérdida del empleo. Nada de esto último parece acuciar a Claudia (Lucia Mascino) y Flavio (Thomas Trabacchi), dos profesores universitarios de literatura cuya cambiante pero siempre turbulenta relación de pareja, que atraviesa siete años de sus respectivas vidas, es analizada por Amores frágiles a través de una estructura no cronológica, pautada por los recuerdos, las ansias nunca consumadas y la necesidad de replantearse cómo seguir con la vida luego del fin de un vínculo que ocupaba ostentosamente el centro de la escena.
Ni comedia romántica, ni drama psicológico bergmaniano, ni sumersión en las agitadas aguas de la memoria –o bien todo eso junto y revuelto–, las aguas y aceites diseminados por Comencini en el relato nunca terminan de aglutinarse: su último film puede ser visto como un experimento a todas luces fallido. Aunque, definitivamente, nada plácido. Los movimientos febriles de Claudia al despertar y (re)descubrir que Flavio ya no está a su lado en el lecho matrimonial anticipan la silueta de un personaje invadido por ansiedades y miedos, en varias instancias extremos. El primer flashback entrelaza su primer encuentro, casi una década antes, durante una ponencia universitaria sobre el nacimiento de la literatura moderna. “Paciencia, un catzo”, le gritará a la moderadora, cansada de escuchar sus interrupciones, en un paso de comedia ligera que, por un instante, parece remitir a Luigi Comencini, el famoso director de comedias all’italiana y padre de Francesca. Fiel al viejo adagio “los que se pelean se aman”, la posterior charla y discusión en un bar llevará a la pareja de supuestos enemigos al primer paso en su recorrido como amantes.
Si por momentos Amores frágiles parece una comedia dramática “femenina” al uso, con sus reflexiones algo superficiales sobre el paso del tiempo, el peso de la maternidad como obligación/deseo personal y el erotismo como forma de expresión no verbal, en otros el guion escrito a seis manos parece derivar hacia zonas cercanas al cine de Lina Wertmüller, incluida una escena onírica en blanco y negro que reubica algunas armas del feminismo radical en franco terreno burlesco. Una tardía experimentación amorosa con una mujer mucho más joven –como la nueva novia de su ex– termina por darle forma final a un personaje que se intuye mucho más complejo (y menos abiertamente celoso e “histérico”) que lo que el mismo relato parece dar a entender. El hecho de que Flavio, en cambio, esté construido en base a una estabilidad y certeza emocionales bastante más firmes –más allá de los lógicos temblores de la mediana edad– termina por erigir, irónicamente, los mismos estereotipos que la película parecía dispuesta a destruir desde los cimientos.