La última conferencia de prensa de Mauricio Macri fue una muestra más de que el experimento neoliberal en curso está terminado. Si se atienden los dichos del primer mandatario en el futuro inmediato sólo habrá más de lo mismo, insistir en las recetas que, para empezar, condujeron a la insustentabilidad financiera externa. El programa con el FMI refrendó el rumbo y apuesta a la continuidad de largo plazo. Eso que Macri llama “el mundo”, la porción del orden global liderado por Estados Unidos, todavía está dispuesto a sostenerlo, aunque es probable que más temprano que tarde la geopolítica imperial advierta que el barril macrista no tiene fondo. En esta línea la carta del grueso de la oposición a Christine Lagarde marcó el límite de la tolerancia a la que está dispuesta la sociedad argentina.
Desde la Embajada, siempre previsores, estudian planes B. Pero los potenciales reemplazantes no repuntan en las encuestas y hasta la wonder girl de reserva, María Eugenia Vidal, aparece hoy tocada en su línea de flotación. El escándalo por los aportes negros de campaña a través de la apropiación de identidades rompió el cerco mediático, hasta ayer inexpugnable. El aura virginal de la gobernadora estalló por los aires.
La lucha política del presente, en consecuencia, tiene dos caras. Por un lado el intento desesperado del gobierno para romper el sino radical de no completar los períodos constitucionales, por otro la certeza de que el 10 de diciembre de 2019 el sucesor de Macri pertenecerá a otro signo político. Será la sociedad quien decida si quiere un cambio superador o repetir la fallida experiencia de 2015 de un candidato “ni”.
Cualquiera sea el sucesor se encontrará con un cuadro desolador. En diciembre de 2015 el escenario era el de un país que, al menos desde 2012, experimentaba una situación de moderada restricción externa tras casi una década de crecimiento, pero también desendeudado y con bajo desempleo. En diciembre de 2019, en cambio, habrá una restricción externa muy agravada, una virtual imposibilidad de recurrir al endeudamiento para financiar la transición y un cuadro social de recesión, desempleo y destrucción generalizada de riqueza.
Los cuatro años de macrismo habrán demostrado un nuevo fracaso de las élites para construir un modelo económico-político estable y de largo plazo. Sin embargo todos los escenarios que se abren a partir de 2019 incorporan, como denominador común, una palabra que todos los hacedores de política querrían evitar: ruptura. Pensemos la transición.
El agravamiento de la restricción externa podría obligar a una nueva reestructuración de la deuda. No es un destino inevitable pero sí posible. De todas formas, cualquiera sea el desenlace demandará un cuidado extremo de las divisas todavía más escasas que en el presente. Será necesario establecer regímenes más estrictos de liquidación de exportaciones y cuidar uno a uno los dólares. No puede existir más un dólar barato para el turismo y las importaciones. Pero un peso muy depreciado no es sustentable internamente. No se puede poner un dólar a 100 para desalentar el turismo y las importaciones, pero que a su vez empuje los salarios y la demanda al subsuelo. La sociedad argentina, y sobre todo su densidad sindical, no lo tolera. Se necesita un consenso social sobre el nivel del tipo de cambio. El dólar debería apreciarse levemente, pero con un premio de tasa de interés en pesos que evite la fuga. La corrección para el turismo debe ser un impuesto o un dólar diferencial y para las importaciones la administración del comercio. Las altas tasas financieras deberán compensarse con tasas subsidiadas para el mercado inmobiliario y las actividades productivas.
La inflación, que luego del fracaso reiterado de las explicaciones ortodoxas hoy se sabe que es un problema de precios relativos deberá atacarse, entonces, desde la perspectiva de los costos. Además del consenso sobre el nivel del dólar, deben aplicarse subsidios racionales y segmentados sobre combustibles y tarifas. También debe moderarse la puja salarial. Si se quiere un sistema financiero que funcione la inflación importa. No es políticamente correcto decirlo, pero no se pueden aumentar salarios a cualquier velocidad. Se debe evitar que los salarios pierdan poder adquisitivo, pero también saber que el ingreso se puede mejorar extrasalarialmente a través de los servicios públicos y la infraestructura, gasto que además servirá para impulsar la demanda al tiempo que se mejora la productividad.
Hablar de desarrollo incluye indefectiblemente el aumento permanente de la productividad, lo que supone recomponer el complejo científico tecnológico. Será necesario recuperar el presupuesto para ciencia y técnica, el plan nuclear y la fabricación de satélites, sectores en los que el país ya demostró una capacidad diferencial. La promoción industrial no puede estar orientada a ramas cuya producción resulta más deficitaria en divisas que importarla en su totalidad, como fue el caso de algunas experiencias del pasado reciente. La política energética basada en el subsidio social de los precios que reciben las empresas, no solo es onerosa e inflacionaria, sino que demostró no servir para aumentar inversiones.
Una reforma tributaria que aumente los ingresos públicos apuntando a los sectores más rentistas y que, en el camino, ayude a moderar precios, es indispensable para evitar el rojo fiscal, pero la herramienta fundamental para este fin es el crecimiento del PIB, el que se retroalimentará con la expansión eficiente del gasto. En el plano de la política internacional y el financiamiento de la infraestructura se debe avanzar hacia acuerdos estratégicos con China. Relaciones de menor cooperación con Estados Unidos demandarán no tener el aparato de Estado infiltrado por servicios de esta potencia.