Cierren los ojos, que voy a pasarles una película. Dejen que aparezca el paisaje: están mirando la costa marítima yugoslava desde un muelle. Delante de ustedes hay un hombre en camiseta, enseñando ejercicios de gimnasia a dos nenitos que los repiten con descarada alegría. Una voz en off dice: “En la Yugoslavia de Tito, sólo podían ser músicos de rock los hijos fotogénicos de oficiales de la policía secreta. Y nosotros éramos hijos de maestros de escuela”. El que habla es el famoso Dr. Nelle, líder de la No Smoking Orchestra junto a su hermano Dralle. El que dirige el documental que estamos viendo es Emir Kusturica, guitarra rítmica de la banda desde que aportó nuevos equipos de sonido y un poderoso baterista, su hijo Tibor.
La No Smoking Orchestra, cuenta la película, es la segunda encarnación de una banda nacida en 1980 en el sótano de una escuela Sarajevo (cedido por el padre de Dr. Nelle, para que sus hijos lo dejaran en paz). El grupo hacía música anarco-punk, en esos días en que el mariscal Tito agonizaba y no se moría nunca y mantenía en ascuas a toda Yugoslavia. La No Smoking sonaba furiosamente desafinada y Dr Nelle parecía un epiléptico cantando, pero a nadie le importaba: el país entero se sabía de memoria “Zenica Blues”, un tema que describía sin pelos en la lengua la prisión de Zenica y que en realidad era una radiografía de los odios en Yugoslavia. El fin del grupo llegó a causa de un legendario fallido del Dr. Nelle: en un concierto, al quemarse uno de los amplificadores, dijo “El Marshall pasó a mejor vida”. Mariscal en serbocroata se dice marsal y por entonces había prohibición expresa de referirse en público a la agonía del mariscal Tito.
El retorno de la banda, veinte años después, se debió esencialmente al efecto profético de sus viejas canciones, que anticiparon en forma escalofriante la catástrofe en los Balcanes. Nelle y Dralle buscaron otra clase de punks para su reencarnación: reclutaron a cuanto virtuoso brillaba cada noche en los antros gitanos de Belgrado, y con ellos inventaron el sonido unza-unza: el pistoneo del organismo que genera enloquecidamente proteínas al bailar esa música. Joe Strummers, el ex líder de The Clash, sube al escenario a tocar con ellos y al bajar dice que el unza-unza es “una música del pasado que es la música del futuro”.
Kusturica trata de invitar a luminarias de la música a tocar con ellos pero los mejores momentos de la No Smoking son cuando están solos de gira. Las giras son en combi y Kusturica lleva siempre su cámara, para que no nos perdamos nada. En las horas muertas de viaje hace hablar a los músicos y los filma, o les muestra filmaciones viejas en súper 8 de conciertos y ensayos, de bistrós de mala muerte, de material televisivo de la vieja Yugoslavia y fotos de la infancia de los músicos, y de fondo vemos acojonantes tomas del paisaje balcánico arrasado después de la guerra.
Esos son mis momentos favoritos de la película: cuando los muchachos hablan a cámara y la extroversión adrenalínica deja ver sus ásperas raíces sentimentales. Dr. Nelle, empapado en sudor después de retorcerse en el escenario y obligar a toda la banda a seguir sus coreografías enfermas, confiesa que esta segunda encarnación de la No Smoking es la banda con la que soñó toda su vida, porque han logrado armonizar los talentos individuales en un país en que es imposible coordinar grupalmente hasta cuando cantan el himno.
El batero Tibor nos lleva de peregrinaje por los bistrós gitanos de Sarajevo y Belgrado mientras dice: “En estos antros he escuchado tipos mejores que Steve Gadd o Sly Dunbar. Aprendí de ellos todos los trucos de mi oficio”. Sobre su voz en off, vemos una filmación casera en uno de esos bistrós, con Tibor tocando la batería al fondo, y una razzia policial interrumpiendo a los músicos para pedir “documentos y armas sobre la mesa, por favor”. Entre las armas que aparecen se ve una ametralladora.
El bajista Glava Markovski confiesa a cámara que el día más feliz de su vida fue cuando terminó el servicio militar y el día más triste fue el siguiente, cuando lo mandaron a trabajar a una fábrica. Su testimonio viene acompañado de imágenes de un concierto donde Glava se disloca el hombro por una descarga de su amplificador: los plomos tratan de acomodarle el brazo, con tan poca sapiencia que Glava vuelve a escena y toca todo el concierto duro como un soldado, aguantándosela.
“La Tuba” Balaban cuenta, mirando por la ventanilla de la combi, que durante años tocó en funerales: “No nos faltaba nunca trabajo”, dice con escalofriante humor negro. En los funerales de campo, los llevaban de vuelta a la estación en carro o en tractor; en los de ciudad llegaba cada uno por su lado y se reconocían por los anteojos negros. Balaban va señalando los cementerios que pasan por el camino, murmurando: “Ahí toqué, ahí toqué, ahí también”. Kusturica le señala un cementerio que Balaban no reconoce: cuando la cámara se acerca en zoom, vemos que es un cementerio de mascotas.
El veterano saxofonista Nesha Petrovic entrena al guitarrista Nenad Gajin haciéndolo imitar solos de Charlie Parker. Lo obliga a que venga a su casa porque él es más viejo, lo sienta en un sillón floreado del living, le dice que enchufe la guitarra y lo hace imitar no sólo los sonidos de su saxo sino los aullidos del perro de la casa, que delira de excitación. Por encima del batifondo, Nesha dice: “El jazz necesita nuevas tentaciones cada tanto para poder sobrevivir; eso venimos a ser nosotros”.
Pero mi favorito absoluto es Dralle, el corazón de la banda, el hermano de Dr. Nelle, que sólo aparece tres veces en toda la película. Dralle sufre de ilusiones paranoides que le estrujan el cerebro. Al principio de la película, la combi pasa a buscarlo por el neuropsiquiátrico de Sarajevo y amenaza arrancar cuando él se acerca. Al pobre Dralle no le hace ninguna gracia. “Sólo tocando encuentro consuelo”, le dice a su terapeuta. “Necesito salir de gira. Con los sedantes que me dio para tomar entre concierto y concierto, voy a volver curado”. Después de estas palabras se ven imágenes de un show donde Dralle toca los teclados con la frente, a topetazos, imita gallos en celo y, acto seguido, crea climas increíblemente intimistas en su acordeón y llora junto al público sin pudor.
No hay más Dralle en la película hasta que la gira toca a su fin y la combi va dejando en sus respectivas casas a los músicos. Dralle es el último en bajar. La combi ha frenado junto al Danubio; el neuropsiquiátrico está al otro lado. Dralle baja con su acordeón, se despide del chofer, se sienta en la orilla, abre la caja con su instrumento y se pone a tocar una melodía tristísima, mientras la cámara se va alejando y su voz en off nos dice: “Desde que la OTAN bombardeó los puentes, el único modo de cruzar es en bote. Como el nuestro es un país sin horarios, mientras sopla el viento y cae la lluvia, saco mi acordeón para matar el tiempo y, hasta que llega algún bote, me convenzo de que vivo una hermosa vida”. Con el fin de sus palabras la imagen vira a negro y vienen los créditos finales. Pueden abrir los ojos ahora, o esperar un poco más, pero Dralle ya no volverá a aparecer.