Una pregunta de la teología es si ha desaparecido la filosofía. Una pregunta de la filosofía es si ha desaparecido la teología. Las dos preguntas tienen sentido. Las dos deben hacerse conjuntamente, porque entonces es sobre esta base que se puede responder que no. Que no hay menos teología en el mundo, hay más. Que no hay menos filosofía en el mundo, hay más. Solo que, de una forma velada, en el sigilo de todo lo que tiene una identidad, no se expresan del modo habitual que se esperaría de esas identidades. La discusión en torno a la despenalización del aborto lo demuestra. El movimiento feminista ya no abarca un tema específico, sino que es una cosmogonía sobre la felicidad de la irreverencia, el rechazo de todo placer que no sea autogestionado –es decir, no otorgado por el Pater–, y un erotismo que desciende con delicia al origen indeterminado de la identidad sexual. No es seguro que sean estos todos los puntos en juego. Omito el más problemático, el de las reformas del lenguaje. Pero todos ellos tienen un sabor, que no es tan ligero, a una gran gesta contemporánea vinculada a cierto mesianismo democrático, a una teología paradisíaca, a una juvenilia milenarista que no por eso vacila en examinar el cuadro de derechos sociales para darle lugar a la máxima problematización sobre la vida, que debe ser amparada por el sistema legal público, a fin de garantizar el aborto no clandestino.
Sin embargo, en la presente situación de la crisis nacional, observamos un sistema de dobles contradicciones que pueden debilitarse mutuamente. El movimiento laico del feminismo por los derechos a la salud pública incluye una minoría de personas que lo apoyan, que a su vez se imponen seguir promoviendo las políticas del FMI, que objetivamente devastan el cuerpo nacional. Al mismo tiempo, el movimiento eclesial oficial ha reforzado su posición tradicional donde la llamada defensa de la vida, oculta mal el sentido verdadero de esa frase, cual es la de dirigirse hacia la defensa de privilegios y la pseudo normalidad ascética del secreto familiar, que –lo saben bien–, se vulnera permanente a oscuras, produciendo muerte y dolor. Pero también al contrario, se revierte en las grandes metáforas de los místicos medievales, plenas de erotismo contenido y plegarias hacia un creador orgasmático.
De todos modos, hay que observar que este movimiento fémino-juvenilista, que retoma con el gozo cierto de quizás no percibirlo, aquellos arcaicos exorcisos contra las demonologías, es visto por sectores interesantes del clero social, como un inconveniente severo. Algunos, o muchos, sacerdotes que siguen la opción por los pobres suponen que hay en acción una geopolítica demográfica del FMI, ante la cual se opone un pueblo entendido como una comunidad autoprotectiva, orgullosa en su carencia, pues es reserva moral, resistente y filial. Hay también aquí una teología que se entrecruza con la que ofrece el neofeminismo. Aquella critica el plan demoledor de Fondo, pero privándose de la movilización feminista, viéndola como problema de las “clases medias”, y esta otra, atravesando como una centella salvadora todo el espectro político, cargando también un sentido secular que apoyan algunos “modernizantes” del gobierno vicario del FMI.
Es evidente que entre todas las piezas superpuestas y distintas del movimiento social de resistencia, debería haber una nueva una circulación de ímpetus –como la relación entre la avispa y la orquídea, que se traducen mutuamente para devenir una en otra–, que llevase a un plano dialogal al movimiento de mujeres y al movimiento antiimperialista, caracterizados por sus grandes momentos de coincidencias. Dije palabras antiguas pero vigentes, para mostrar, deliberadamente, que este es un tema que no es la primera vez que surge, y luego para postular que sus innovaciones lingüísticas deben presentarse no como una escisión de la lengua general, sino como un llamado a nuevas posibilidades del habla común, a través del juego y la alquimia del verbo, que siempre se halla abierta.
Estas son dos historias paralelas que no se resuelven ni impidiendo la universalidad de la despenalización, que de no sancionarse preocuparía no solo a los “sectores medios”, ni sorprendiéndose por la errónea apreciación de algunos sacerdotes populares, sobre el aborto legalizado en términos de “política del Fondo”, porque creen ver a los ámbitos de la vida de los de abajo, castigados por la pobreza y la desposesión de los recursos de vida, como ajenos a este vital dilema. Todos sufren las consecuencias de esa clandestinidad y están lejos de ser hoy un sector que por sí solo pueda sostener desde las deudas sociales que se originan en su vasta desventura, una completa alternativa política al margen de las clases “urbanas”, vistas ligeramente como “hipócritas”.
No digo que sea fácil conjugar todas estas esferas que se tocan y se apartan continuamente –la lucha para rescatar el “corpus” herido de la sociedad y la autonomía del simbolismo corporal del colectivo femenil–, pero su disimilitud inspira paradójicamente los modos de enlazarlos entre sí. Haciéndolo con nuevas figuraciones de la política. En principio, ciertos Obispos encerrados en sus lenguajes turiferarios y los militantes que ven las religiones como una lengua apócrifa y opresiva, no pierden nada si hacen su apuesta pascaliana. ¿Y si hubiera para todos, un horizonte superior para pensar las injusticias mundanas y las formas de organización para conjurarlas? ¿Y si ese horizonte llevara el nombre de nuevas teologías políticas, populares y democráticas, que infundiesen nuevos ánimos para el combate contra los planes que desmontan el fundamental grito fundador de “seamos libres, lo demás no importa nada”? Este es el momento crucial en que debemos decir: ni religiones regimentadas ni secularismos sin veneraciones hacia el modo asombroso y extasiado en que se vinculan las cosas más heterogéneas.