El monstruo programado para el mal asesina a su expareja a golpes de puño. Ella, que estaba esperando un hijo, había decidido continuar con el embarazo en el mismo momento en que termina la relación con él. Una semana después lo denunció por violencia de género y consiguió una restricción perimetral. Pero el femicida, desenmascarado y perdido, burla el cerco y consigue entrar al departamento de ella. “La luz da de lleno sobre el rostro rígido. Observo el cadáver y en él la inconsistencia de la especie, la hermosura distinta a la de la vida que va adquiriendo pese al hundimiento de la boca por la falta de los dientes que le partí, pese a la superficie ganada por las hemorragias internas, las contusiones, los huesos astillados, y la masa encefálica desprendida. Vladimir, el gatito, se acurruca a su costado, y si bien el rigor mortis y el gradual protagonismo del azul lavanda de los hematomas me mantienen alejado de cualquier posibilidad de erotismo, algo del contexto me provoca un hormigueo en la próstata”, describe el narrador femicida Germán Baraja en Lila (Factotum), novela insoportablemente odiosa y bella de Gonzalo Unamuno, un escritor que se anima a darle voz al victimario, al psicópata integrado, al femicida.
No es posible empatizar con Germán; genera un rechazo visceral desde la primera línea de la novela hasta la escena final. En la película española Te doy mis ojos (2003), Iciar Bollaín logra generar empatía con Antonio –una interpretación excepcional de Luis Tosar–, porque es un violento rústico y limitado; un hombre que antes de la deconstrucción tiene que empezar a comprender un montón de cuestiones que ignora. De los demás y de sí mismo. En cambio Germán es demasiado inteligente, un calculador que no da un paso en falso. En un momento de la novela, cuando todavía no están en pareja, Lila, una mujer de cuarenta años que trabaja en la Cancillería, hija de un diplomático y ex actriz e tiras televisivas, observa cómo Germán le pega una patada a un cuadro y se va. Dos amigas lo siguen hasta la planta baja. Una se acerca a Germán. “Enseguida le reconocí el origen del odio, el tiempo que llevaba embutido en su ser, esperando una situación que la habilitase a vengarse del macho más que con palabras –advierte Germán–. Le endosé una militancia antipatriarcal, le imaginé un pañuelo verde anidado a su cuello, el cartelito en sus manos: viva nos queremos en una publicación de Facebook y de Instagram, compartiendo de muros ajenos grandes peroratas de mujeres víctimas del acoso laboral y callejero, de la subestimación, de la herencia de una cultura moribunda; toda esa vergüenza fermentada a lo largo de siglos de sometimientos que ahora se disponía a lanzar contra mí”.
El personaje surgió hace casi diez años en un cuento del Vermuth de la gente de bien, que se titula “Germán Baraja”. “En ese libro hay muchos misóginos, muchos parias, gente border, pero el mejor cuento es el de Germán Baraja. Después me di cuenta de que todo ese libro empezaba a ser la construcción de ese personaje: a través de muchos, uno mismo”, recuerda Unamuno en la entrevista con PáginaI12. Germán es el protagonista de la novela Que todo se detenga (2015), donde aparece como un ex militante peronista descreído tanto de los discursos ideológicos de la derecha neoliberal como de los de la izquierda marxista, un cínico que sobrevive a duras penas escribiendo artículos para una revista francesa. “Yo empecé a hacer una terapia con un psiquiatra y psicoanalista,Eduardo Ariovich, a quien le dedico Lila. Ya Baraja era un personaje que hablaba solo; narrativamente nunca más escribí algo que no fuera él. Era como la voz que me tomaba. Trataba de escribir otra cosa y aparecía él y lo pudría todo. Si había algo de luz, con esa misma belleza me lo hacía algo oscuro. Si se empatiza algo con él, es en la cadencia, en el lenguaje, en la poesía, en cómo está contado”, plantea el escritor, hijo del dirigente peronista Miguel Unamuno (1932-2009).
–Quizá la única zona de algo parecido a la empatía esté en ese retorcimiento de la mente de Germán, que le permite estar siempre un poco más allá, ¿no?
–Sí, ese más allá es porque Germán es un psicópata integrado. Por eso siempre separo lo que es la hollywoodización de la psicopatía, que establece que el psicópata tiene que matar. Ese es un error: el psicópata integrado rara vez mata; considera muy estúpido matar, muy impropio de alguien de su inteligencia. Germán es un resentido que tiene un trasfondo de homosexualidad no asumida y niega la estética creativa de la mujer, la integración de la mujer, y lo convierte en odio a la mujer, en misoginia. Además, la novela tiene mucho contexto con la actualidad, con la lucha de las mujeres, que es un gran riesgo para el psicópata integrado. Hasta hace muy poco tiempo socialmente no se revisaba la violencia a la mujer. Ahora que la mujer y la sociedad son mucho más consciente de esa violencia sistémica y estructural que viene sufriendo la mujer hace tanto tiempo, cuando revisa esas violencias encuentra al psicópata. Eso que señalaste de que él siempre aparece un paso adelantado o que parece siempre más inteligente es porque el psicópata se ahorra la parte emocional que cualquier persona tiene; él no puede sentir como vos, pero puede saber cómo te sentís, copiar los gestos, incorporarlos a un interminable menú de máscaras que él va a utilizar para hacer el daño, que es en definitiva lo que siempre terminan haciendo porque no pueden empatizar, no pueden involucrarse emocionalmente con la gente porque cosifican. Tienen un desprendimiento de la moral; son gente sin moral. El psicópata integrado siempre logra colocarse en un rol de superioridad con la información que obtiene de la víctima para que el otro los complete. Me parecía importante contar a este tipo, no me parece que esté contado en la literatura argentina. Yo no quería un narrador omnisciente, sino que los lectores pudieran ingresar al mecanismo de razonamiento de un perverso, que además de ser el protagonista es el narrador. La novela está narrada por un perverso agudísimo en primera persona, en tiempo presente. Este tipo no estaba contado todavía, quiero contar al más perverso. Y no soy yo quien lo tiene que decir, pero muchos de los comentarios que recibo van por ese lado: “nunca leí a un hijo de puta tan grande”, “no hay forma de empatizar”, “no hay forma de quererlo”. No entra por ningún lado.
–El hecho de que aparezca la sororidad entre mujeres en la novela como parte del contexto, ¿hace que el personaje sienta más furia hacia el tiempo que le tocó vivir?
–Sí. El hombre hoy tiene que estar ante una profunda interpelación de su masculinidad. El mensaje hoy es que el macho debe extinguirse y el hombre deconstruirse. Esa deconstrucción tiene mucho más que ver con algo muy profundo, que viene de muy atrás. Cuando tu pasado es el cuadro que hay que bajar, cuando tu padre, tu tío, tu abuelo es el macho en extinción, te enfrentás en la mitad de la vida - porque yo tengo treinta y tres años- con que todos los ídolos con los que te criaste están puestos en tela de juicio. Nadie está exento, nadie es intocable. En la novela hay una cita de Gustavo Dessal en la que plantea que un buen síntoma de que el patriarcado está empezando a caer es que hay mucho macho acorralado. El macho acorralado genera violencia: “es ella o soy yo”. ¿Qué hacen los psicópatas que matan mujeres? ¿Quién cuenta al victimario? ¿Quién entra en la cabeza de un hijo de puta perverso y lo narra? La época te permite tener un grado de violencia mucho mayor porque al ser consciente de todas estas cosas podés hacer un hijo de puta mucho mayor. Si hubiera escrito este libro hace siete años, seguro que era más inocente y hoy tendría una violencia desactualizada. Hoy todas las violencias están expuestas y nadie te deja pasar ni un chiste.
–¿Cómo explica la frase que Germán le dice a Lila, “por exponerme a mí mismo”, antes de matarla a golpes?
–Lila lo expone ante su propia monstruosidad cuando ella le pregunta por qué, que es la única escena de la muerte. Yo no quería narrar la escena de la muerte porque no quería caer en el golpe bajo, en lo escatológico, porque es una novela en la que aparece la violencia psicológica, una violencia fría, impermeable… Si narraba la escena del crimen, entraba en otro registro. La primera imagen que tuve era una mujer muerta, embarazada, con su asesino orbitándole alrededor, jactándose de todo eso y yendo para atrás, narrando la historia de qué es lo que sucedió. Mi principal objetivo es que se tratara de la violencia psicológica, más allá de que patea un cuadro y a un gato. No hay oraciones en la que no esté la violencia; el gato juega con un diente de Lila. Germán no puede ser filtrado por ninguna emoción. Hay un capítulo en la novela en que está contada la vida de Lila desde su nacimiento hasta el día en que conoce a Germán en la Cancillería. Ese capítulo es importante porque te cuenta qué vida es la que él mata. Germán jamás hubiese matado a una mujer que él considerase como alguien que no está a la altura de ser matada. La vida de Lila está contada con una gran luminosidad.
–¿Habrá una tercera novela con Germán Baraja como protagonista?
–Sí. En la tercera novela tendré que narrar la fuga. Cuando empecé a escribir Lila, podía hacer todo. O lo linchan y lo matan o va preso. Una de dos. No estoy espoileando el final de la trilogía; pero por lo menos es lo que pienso ahora. Después cuando me ponga a escribir, no tengo la más pálida idea adónde puede ir eso. Mi idea es cerrarlo; pero tengo que ser muy cuidadoso de no repetirme y no agotar las instancias de un personaje que ya sabés casi siempre cómo va a pensar.
–¿Volvería a matar o con Lila es suficiente?
–Te miento rotundamente si te digo… Uno de los problemas que tengo para escribir la tercera parte es que ya no tengo un hombre libre. Algunos me han dicho que vaya a la infancia de Germán para ver cómo se gestó el monstruo. En muchas historias aparece que desde chicos maltratan a los animales, son siempre violentos y pronto los otros se dan cuenta de que no tienen límites para la maldad. Cuando yo tenía diez años, un chico llevó a su pajarito a la escuela, ya no me acuerdo para qué, y otro chico lo sacó de la jaula, lo pisó, lo mató y con cinta scotch armó una pelota con el pajarito para jugar a la pelota… Eduardo, mi terapeuta, me dio una enorme mano porque yo muchas veces corría el riesgo de entrar en el aspecto psicótico, que no es lo mismo que el psicopático. El psicótico tiene otro vínculo con la realidad, se va de otra manera. En cambio el psicópata es consciente de todo.
–¿Su padre llegó a leer ese libro de cuentos en el que aparece Germán como personaje?
–No, el leyó los libros de poesía. Uno de mis grandes momentos de felicidad en la vida fue el día que logré que bajara la escalera del Tortoni, porque él tenía un EPOC, y poder recitarle el primer poema del libro a sus manos. Y a los dos años murió. Mi viejo no llegó a ver el Ni una menos, pero para su generación él era muy feminista… aunque era un machirulo tremendo. Machirulo en el sentido de que era un patriarca. No obstante eso, dentro de sus posibilidades, era un tipo que cuando dirigió el Archivo General de la Nación dijo que había que digitalizarlo todo. Hoy mi viejo tendría casi 90 años y dentro de esa camada era el menos conservador.
–¿Qué importancia le asigna a la sororidad entre las mujeres?
–Las mujeres que luchan van a tirar abajo la estructura de 40.000 años que tiene el patriarcado y van a arrastrar a las otras mujeres que son patriarcales, que atrasan 400 años y que son peores que los hombres. Nueve de cada diez asesinos son hombres; el hombre es el que mata, el falo es el que ejerció la violencia en todos los lugares donde intervino. Para tirar abajo todo esto hay que tener una gran conciencia de lo que se está cambiando. Por eso la sororidad es tan importante, porque si no se juntan todas las mujeres las matan de a una por separado. Y eso pasa: muere una mujer cada treinta horas en Argentina.
–¿De qué modo vive, como escritor y militante, el presente de la política argentina?
–La vivo complicada como todo el mundo. Ante esta situación uno tiene que redoblar los esfuerzos militantes en todos los ámbitos. ¿Cómo veo la situación? No entiendo cuánto falta para que esto explote. Yo cada vez me asombro más de la resiliencia de la ciudadanía argentina. No sé por qué tenemos tan poca paciencia en imbecilidades como las de (Jorge) Sampaoli y le tenemos tanta paciencia a (Mauricio) Macri. El macrismo sí cumplió las expectativas que tenían sus votantes. Que el país iba a terminar así era sabido. Lo que pasa es que la sociedad votó por odio y le dio el mandato a Macri para que destruyera al kirchnerismo. La gente quería que se acabara con una forma de hacer política que le permitía vivir bien con el modelo, pero no podía convivir con el movimiento. Entonces votaron motivados por el odio y en eso el macrismo les cumplió. El mandato de Macri es un mandato hecho para el odio y del odio no puede salir nada bueno.