Las 9.51 del jueves 14 de junio es una coordenada temporal que instantáneamente quedó en la historia. El momento en que, después de 22 horas de debate, el tablero de la Cámara de Diputados mostró el inicial 131 a 123, se volvió rápidamente uno de esos que muchxs recordaremos siempre. Dentro de varios meses o varios años, seguiremos contando con emoción dónde estábamos, con quién, qué dijimos, a quién abrazamos primero, qué mensaje rompió ese silencio agonizante de la espera. Yo estaba en la oficina, rodeada de mis compañerxs de laburo, aferrada a mi primer pañuelo verde como un amuleto. Cuando todxs se desarmaron en un grito eufórico ante el resultado, yo enmudecí llorando. Mientras se recontaban votos por torpeza, alargando aún más la insoportable incertidumbre, en la pantalla de mi computadora, el Whatsapp Web hizo ruido. Su logo tan oportunamente verde, sus notificaciones del mismo color y una conversación que se teletransportaba a lo más alto de la lista como un pase de magia. Contra todo pronóstico (y contra toda estadística considerando las decenas de grupos feministas), era mi vieja. El mensaje decía: “Felicitaciones hija por la lucha”, con exceso de signos de exclamación, sello característico de mi madre, rebelada desde siempre contra las reglas de puntuación. Por las dudas, me señalaba el resultado. Enseguida mi llanto se volvió sonoro y más copioso. Ese texto virtual me había apuntalado un lugar inesperado del corazón. Todavía la euforia era demasiada para acomodar palabras, así que respondí una serie de corazones verdes. Ella rápido acotó: “Dos boludos votaron mal dios mío”. Una vez que salió el 129 a 125 definitivo y me invadió esa soltura, esa espacialidad interna inexplicable que sólo otorga la victoria, pude volver al lenguaje escrito. Le dije algo de que si claramente no se necesitaba saber leer para ser diputadx, tampoco tener destreza para apretar botones. Mi vieja siguió. “Me mató la de los perritos”, punto espacio, “La Rodenas una capa”. Una frase tras otra, coronada con los signos de exclamación que no conocen de límites y no necesariamente refieren a estados de ánimo. Intercambiamos oraciones sin muchos conectores. Le anticipé que para la votación de Senadores viajaba seguro. Lo que vino después fue tan impensado y alucinante como la decisión heroica de los pampeanos. Mi mamá me dijo: “Dale vamos cuándo es? Conseguime un pañuelito verde”. Y ahí la epifanía: esos dos mensajes fueron la concreción de mi revolución como hija. La bajada a tierra, a cuerpo, a vínculo, de que lo estamos transformando todo. Para que se entienda: mi vieja tiene 55 años y desde el 2015 tenemos varios desencuentros en materias opinables. Me enojé con ella cuando me dijo que iba a votar a Macri. Ahora, la banca mucho a Vidal. Aunque eso esté en las antípodas de mi visión política, la banco porque no es careta como muchas otras personas de su estatus socioeconómico: dice que se aburguesó y que lo de ir a marchas y luchar por las cosas que le parecen injustas me lo deja a mí y a mi generación. Además, me banca en todas. Aunque hace poco más de diez años, cuando salí del closet (o mejor dicho me sacaron de los pelos), nos hicimos un daño que por momentos pareció irreparable. Pero lo repararon de a poco (muy de a poco) el tiempo, el perdón, el amor. Y lo terminó de reparar un aliado que en aquel momento me era un completo desconocido: el feminismo. Yo sabía que mi vieja estaba a favor del aborto, pero jamás hubiera esperado su genuina emoción, su convicción, sus ganas de viajar a otra ciudad con probablemente otro millón de personas a bancar una causa. Su voluntad de ponerse un pañuelo que no sólo es una bandera política, es posiblemente LA bandera política de este pedazo de la historia. Insisto para ilustrar: mi vieja laburó doscientas horas diarias toda su vida aún siendo su propia jefa para hoy poder ser una señora que toma champagne, juega al tenis y viaja por el mundo con sus amigas (y sigue trabajando). Esa tarde nos encontramos y le regalé el otro pañuelo que tengo, uno de esos nuevos y relucientes que la Campaña reparte de a miles. “Pensé que nos ganaban por dos votos”, me contó con congoja, y yo volví a regocijarme y dejarme alucinar por esa apropiación subjetiva de la lucha.

El 14 de junio supe que la tan proclamada revolución de las hijas (como Luciana Peker tan atinadamente bautizó a este momento y estas dinámicas inolvidables), también era mi revolución. Una revolución que pensaba que era de las incluso más pibas, las secundarias, pero que en mi propia trayectoria vital gané sin darme cuenta que la estaba peleando. Así como Florencia Kirchner hizo cambiar de postura a su madre (la mía va a odiar esta analogía), como tantas hijas, sobrinas y nietas hicieron votar a favor a varixs diputadxs, mis convicciones profundas y recalcitrantes (así las adjetiva ella) hicieron que mi vieja se vuelva militante, que desee ponerle el cuerpo a una causa. El 14 de junio (y sus 22 horas anteriores) es un día que quedará en la memoria de todxs a quienes nos importa esta lucha. Un día que quedó en la historia no sólo por su relevancia reestructurante, sino también por haber dado lugar a alianzas partidarias que posiblemente no se hayan dado ni se vuelvan a dar jamás. Fuimos testigxs felices, conflictuadas, sobrepasadas por la emoción de escenas descabelladas para toda lógica: diputadas de izquierda aplaudiendo a Lospenatto, Lipovetzky festejando en la calle con las pibas, miles de feministas llorando antes las palabras de una representante de Cambiemos. “Estas cosas sólo las logra el feminismo”, evaluamos triunfantes. Pero mi hito del 14 de junio no es uno solo. Mi imagen improbable favorita tampoco. En mi retina quedarán las 9.51 pero también las 10.27, la hora en que llegaron esos mensajes inesperados. En mi corazón, ese momento en que un pañuelo verde y una lucha colectiva, me reencontraron con mi mamá de la manera más profunda. Nuestra revolución es la media sanción, mi revolución es mi vieja.