Revolucionó la fotografía mundial desde su taller en Rosario y tiene una cuenta de Instagram como cualquiera. Hizo de la fotografía lo que significa literalmente: dibujar con luz. Andrea Ostera ya tiene libro. Se lo publicó en esta ciudad la galería de arte Diego Obligado y constituye una retrospectiva portátil, que no baja de cartel y que es posible tener siempre tan a mano como los objetos de sus fotos.
Andrea Ostera. Obras/Works 1994-2017 se presentó el viernes pasado en el Centro de Expresiones Contemporáneas en el marco de la Feria de Editoriales Independientes Relacionadas con el Arte. Un público numeroso y contento colmaba el distendido auditorio. En un procedimiento de reescritura semejante al de su obra, la fotógrafa leyó el texto que escribió a partir de sus notas para la primera presentación del libro en Buenos Aires.
Nacida en Salto Grande en 1966, formada en Buenos Aires y en Nueva York, radicada en Rosario, Andrea Ostera lleva adelante desde los ‘90 una obra fotográfica que se encuentra entre lo mejor del arte conceptual del mundo, a la vez que enseña en la Escuela Municipal de Artes Visuales Manuel Musto.
A Andrea Ostera le interesa explorar las mediaciones. Convierte los pasos intermedios en aspectos centrales de un protocolo científico de deconstrucción del dispositivo técnico. Más que fotografía hace fotología, una palabra que hubo que inventar recién. Interviene los parámetros y los reconfigura para crear ficciones acerca del tiempo. Saca fotos sin cámara.
Encuentra una obra allí donde no hay nada, en los restos: en la transparencia de unas uñas, en la sensibilidad a la luz de unos papeles vencidos, en el tiempo de espera de una máquina entre el momento en que es accionada y el momento en que funciona. Captura de la técnica eso que pronto se vuelve obsoleto y adorable.
Ostera al hacer fotografía desarticula una relación naturalizada entre el gesto de señalar y el gesto de mostrar, entre el valor de la foto como índice y como semejanza. La información que sus fotos contienen no se trata del modelo sino de la fotografía misma y sobre todo: de sus límites, de lo que una foto no puede hacer.
En las artes plásticas, esta idea de volverse sobre el medio expresivo para explorarlo y poner en cuestión sus presupuestos (y ya no simplemente para enunciar un contenido no artístico a través del lenguaje del arte) se les ocurrió a los artistas modernos y de vanguardia hace un siglo. Pero la fotografía en general sigue pareciendo transparente.
Lo mismo le sucede a la traducción, esa escritura invisible con la cual se comparó a la fotografía y a la reproducción impresa en una presentación amable con el público y rica al mismo tiempo en ideas.
Tanto Ostera como Georgina Ricci, que estuvo al cuidado de la edición, hablaban de detalles técnicos y parecían estar leyendo poesía. Es que al igual que la poesía de los buenos poetas, la fotografía de Andrea Ostera es un lenguaje que hace de sí mismo la materia de su discurso. Es una fotografía filosófica, epistemológica, que dispara preguntas.
“Traducir” cada foto a su reproducción, cuando para Ostera una foto no es una imagen sino ante todo un fragmento de materia, exigió una ética de la fidelidad al tamaño real (en la medida de lo posible, las fotos del libro están reproducidas en escala 1:1) y un despliegue de recursos gráficos tendientes a reponer la materialidad del original (en la obra de Ostera, como en el grabado, lo que llamamos copia es un original, y es único): barniz para recobrar un brillo, o solapas que le arman una ficción de ángulo entre paredes de la sala de exposición, análogas a la real, a la instalación que se reproduce en tapa.
Algunos de estos juegos son muy sutiles: la diseñadora Joaquina Parma invirtió 90 grados la orientación de los números de página para asemejarlos a la numeración de los negativos en los tiempos de la foto analógica.
La impecable calidad gráfica del libro es producto del intenso y apasionado trabajo de un equipo editorial donde la autora sugería decisiones estéticas a cada paso, convirtiendo la edición en un proceso creativo que no fue en nada distinto al de una obra de arte.
El momento para editarlo no podía ser mejor. Tanto el estudio crítico de Graciela Speranza como el de Verónica Tell coinciden en que la obra más reciente de Andrea Ostera, la serie Capturas de pantalla, es “un momento orquestal” (Tell) que resume tres décadas de trabajo.
Los pintores modernos usan la imagen cotidiana como excusa para sus búsquedas formales y eso mismo hace Andrea Ostera en lo que ella a fines del siglo veinte llamaba medio en broma, medio en serio, “fotos malas”. No es que muestre su jardín o su cocina, más bien expone un modo de ver lo cercano. O de no verlo. La imagen quemada con el flash, complicada mediante tomas superpuestas, reducida a ciertos elementos que en su concisión se vuelven abstractos, o centrada en el detalle trivial de un número capicúa, ofrece al mismo tiempo un modo de mirar el mundo por primera vez y de obturar en la fotografía la prosa del mundo, dejando ver nada más que la poesía del misterio o del silencio.