Escrito en una prosa cuyo estilo no es ancilar a la premisa que lo sustenta, el libro de Jorge Monteleone es la elaboración de un modelo teórico centrado en los modos en que se constituye el sujeto imaginario en la poesía. Si por un lado el disparador es una pregunta inquietante, a saber: quién dice yo en el poema, por el otro se sabe que su resolución se encontrará, tarde o temprano, con la disolución respecto de toda tentativa de asir la evanescente y, para decirlo con Keats, camaleónica forma de la subjetividad en la lírica. Bajo la figura de la aporía, de la paradoja y de la ambigüedad, Monteleone muestra la complejidad del problema y para darle espesor a su indagación inscribe la volubilidad inasible del yo en tanto forma vacía como un problema histórico y para ello ofrece un comienzo: la modernidad poética que surge del Romanticismo entendido como la invención de una vacancia alojada en el interior de la subjetividad, cuya secular historia se va tramando siglos antes y tiene su eclosión a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Esta teoría presenta un esquema triádico en relación a la subjetividad lírica: la componen el sujeto imaginario (el que se construye en el poema), el sujeto autoral (que involucra aspectos jurídicos, nominales, interviene en la vida privada y es, en la estela de Foucault, una “función”) y uno tercero: el sujeto social-simbólico, aquel que opera como una investidura porque actúa en el espacio público y cumple un rol en el vasto mundo de lo social. El título del libro funciona como una cifra de la teoría: se trata del desplazamiento de la noción de fantasma. El pasaje del hombre al nombre no es un mero juego de palabras sino un modo de comprender que la subjetividad tiene una historia enraizada en Occidente. Con este libro, el lector constatará que no estamos sólo ante la descripción de una teoría de la poesía, sino también ante un texto crítico, un ensayo de interpretación poética y también ante un texto autobiográfico tal como se desprende del capítulo dedicado a la entrevista o, mejor, a la reconstrucción de la memoria de una entrevista realizada a Borges cuando el autor de este volumen contaba con 23 años y que ahora, más de tres décadas después, enfrenta el peligro de su escritura: la de hacer naufragar sin remedio una experiencia vivida ya demasiado lejos. De hecho, el tiempo, fundamental para el género lírico, transforma el recuerdo a veces en una instancia endeble y otras en una transparencia irradiante y, en un punto, epifánica. Por eso, nos detenemos en el capítulo titulado “Borges, yo”, puesto que el reemplazo de la conjunción y por una coma sintetiza el núcleo de la teoría del sujeto imaginario de la poesía: ya no solamente preguntarse quién dice yo en el poema sino indagar acerca de otro problema que lo afecta profundamente: la relación entre la poesía y la vida, ese torrente de recuerdos o percepciones que se agolpan en busca del único tiempo perdido que puede ser recobrado mediante el arduo trabajo de la memoria. Así le pasa al poeta en ese frecuente arar en las aguas del recuerdo cuando debe inexorablemente apelar al yo si quiere decir o proferir (escribir) el poema al tiempo que, como sujeto viviente, aparece como el centro de imputación de la experiencia vivida. Justamente, este libro entre la teoría y la crítica, entre el ensayo y el análisis, no podía dejar de probarse a sí mismo sin re-vivir aquello de lo que habla la poesía. Es decir: re-suscitar la experiencia como hace la poesía en tanto que memoria de ultratumba, esto es, lo que a partir de Tadeusz Kantor, el autor denominará “el poema como teatro de la muerte”.
Aquí reside la paradoja de la poesía: el fluir de la vida, incesante e incapturable, se recorta contra la muerte y el sujeto viviente, quien accede al lenguaje para devenir persona, no puede evitar el proceso de desubjetivación que lo despersonaliza. Afirmación en el anonadamiento y, también, resurgimiento de él, tal como puede leerse en la poesía de Viel Témperley. Este proceso nos recuerda la aguda percepción de Simmel cuando planteaba que la vida es más que vida. En este exceso, en esta negatividad, hay una serie de preguntas que no dejan de resonar a lo largo del libro: ¿Todo crítico de poesía deviene poeta o sólo algunos de ellos lo consiguen? ¿Todo crítico es poeta por otro medio que no es necesariamente el verso? ¿Todo crítico de poesía la escribe de todos modos aunque escriba un ensayo? ¿Un ensayo sobre poesía podría volver poeta a su autor sin salir del ensayo? ¿El estatuto de la crítica sobre poesía participa del de la poesía?
Tres proposiciones atraviesan esta teoría del sujeto imaginario. En primer lugar, todo autor sería un muerto si la vida como noción se basa paradojalmente en la ausencia de la vida. Próxima a la propuesta de Tamara Kamenszain de una lírica terminal, Monteleone se ocupa del “diario de muerte” del chileno Enrique Lihn en el que se corrobora la premisa: si en el proceso de esta escritura final la muerte lo vuelve al autor el fantasma de un hombre, la poesía transforma al yo en el fantasma de un nombre. Así, con variaciones, se analiza el carácter fantasmal de todo aquel que en la poesía aparece para decir yo como otro avatar de il morto qui parla. Para Viel Témperley el poema es el espacio de la muerte pero también de lo sagrado, mientras que en el caso de Gelman el muerto deviene un desaparecido, distinto del autor que desaparece para aparecer de otro modo en el sujeto imaginario del poema. La segunda directriz reside en el principio de la impersonalidad que la poesía moderna hereda del parnasianismo y que, a partir de Mallarmé y Rimbaud, abre el camino para los poetas que vendrán. El efecto es la evaporación del sujeto temporal, carnal, corporal que muestra las resquebrajaduras de su unidad y las esquirlas de su estallido. Los poetas argentinos que basan sus poéticas en esta línea traducen la impersonalidad de maneras diferentes: como vida retirada en Enrique Banchs, como el hombre ya no, en el sentido de Musil, sin atributos sino sin biografía en Juanele o como una forma sigilosa de subjetividad en Silvina Ocampo. Y en tercer lugar, hay otra galería: la de aquellos poetas que soslayados u olvidados optan por una táctica contraria a la de los anteriores: proyectan su carácter fantasmal e imaginario para volverse visibles en sus denegadas autorías y pergeñan estrategias que van desde la seudonimia como ocurre con los poetas chilenos Winétt de Rohka y David Rosenmann-Taub a esa poesía del No que vuelve a Idea Vilariño una subjetividad en suspenso, trazando un autorretrato nómade y, en un punto, ya legendario.
Al inicio decíamos que el estilo no es lateral al objeto del libro y no lo es porque una teoría del sujeto en poesía no hubiera podido soslayar el propio trabajo de la escritura sin contradecirse a sí mismo. Hombre, pronombre, nombre: del humanismo en crisis desde la modernidad al nominalismo en diversas de sus inflexiones (otra vez la huella de Borges), el libro de Jorge Monteleone se volverá imprescindible para los estudios de la poesía latinoamericana moderna.