En un artículo publicado el 4 de agosto de 2010 por este diario se informaba de la existencia de una organización llamada Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina), que ese día celebraba los 20 años de su fundación. Firmado por el periodista Darío Aranda, especialista en temas de pueblos originarios y movimientos populares, el texto repasa la historia y el presente del Mocase, que por entonces nucleaba a más de 9 mil familias campesinas dedicadas a defender sus derechos a la tierra y el trabajo en esa provincia. Aún faltaba un año para el asesinato de Cristian Ferreyra, miembro de la organización, cometido en noviembre de 2011 por Javier Juárez y del cual se consideraba autor intelectual al empresario rural José Ciccioli, aunque la Justicia ya lo declaró inocente. El documental Toda esta sangre en el monte, dirigido por Martín Céspedes, se propone la difícil tarea de sintetizar en 70 minutos el trabajo del Mocase en la lucha por los derechos del campesinado santiagueño, organizando el relato en torno al juicio contra Juárez y Ciccioli por la muerte de Ferreyra. Toda esta sangre en el monte se estrena este jueves en el Cine.ar/Gaumont, Av. Rivadavia 1635.
“En un origen, el proyecto no surgió como una película”, cuenta Céspedes. “Trabajo en la revista Crisis y en 2012 me convocaron para una nota sobre el Mocase. La idea era filmar una especie de tráiler de dos minutos para promocionarla. Cuando viajé a Santiago y vi la complejidad del conflicto, lo enorme que era la organización, me di cuenta que ameritaba un trabajo más profundo. Ahí empecé a ir más seguido y en uno de esos viajes, en el que iba a entrevistar a la madre de Ferreyra, recibo una llamada en la que me informan que acababan de matar a Miguel Galván, otro miembro de la comunidad al que habían degollado luego de que denunciara haber recibido amenazas de muerte. Nos pedían por favor que fuéramos y así llegamos hasta el sepelio que terminó convirtiéndose en la primera secuencia del documental”, explica.
–¿Cómo manejó esa situación de registrar momentos tan tensos y dolorosos de las vidas de otros sin dejar de hacer su trabajo profesionalmente?
–Fue muy duro, porque empecé a grabar y en un momento me pregunté qué estaba haciendo ahí, filmando tanto dolor. Yo era la única cámara en el lugar, no había ni periodistas: solo vecinos y familiares de la víctima. Y en un momento dije “basta, no puedo seguir filmando esto”. Mientras estaba guardando todo se me acerca una miembro del Mocase y me pregunta por qué me iba. Le dije que ya había filmado bastante y ella me pide por favor que siga. “Es la primera vez que viene alguien con una cámara a este lugar”, me dijo. “Mostrá, que todo el mundo se entere qué es lo que pasa acá”. Fue esa situación la que me hizo replantear lo que estaba haciendo ahí.
–La película también registra cuestionamientos que los miembros del Mocase le hacen a las miradas externas, por oportunistas, prejuiciosas o desinformadas. ¿Siente que lo afectó esa percepción del otro?
–Creo que en mi caso había una diferencia, porque no es que yo fui a hacer mi película, mi investigación o mi trabajo, para ver “cómo son los campesinos”. La propuesta desde un principio fue hacer una película juntos y ellos también se la pusieron al hombro. Si hoy el documental es posible también es gracias a que ellos nos permitieron acceder a su comunidad. Desde ese lugar se creó una relación diferente a la que podría surgir con alguien que solo va a hacer su trabajo y después se vuelve a su casa.
–La película refleja bien la puja de fuerzas entre el campesinado y los terratenientes, pero también cómo funciona la justicia en esos pueblos.
–La Justicia está muy ausente. De hecho prácticamente todos los conflictos que surgen los termina resolviendo la propia organización sin ayuda de la Justicia. En Santiago del Estero hay miles de familias campesinas y no todas están en el Mocase, pero ninguna de las que lo integran ha perdido sus tierras. Ellos consiguen defender sus territorios sin ninguna Justicia ni aparato estatal que los acompañe. Se les meten en sus propiedades con bandas armadas, les matan los animales, les prenden fuego las casas, pero ellos se organizan y en quince días recuperan lo que es suyo.
–¿Qué decisiones debió tomar para poder retratar estos hechos del modo en que creyó que debía hacerlo?
–Poner el cuerpo y estar ahí. Fue mucho tiempo de rodaje. Yo había hecho un corto con el mismo nombre a partir de entrevistas. En cambio ahora traté de que se pudiera entender el conflicto sin necesidad de que alguien lo cuente. El último rodaje duró dos meses y fueron dos meses de estar ahí, en el monte, de paraje en paraje dispuesto a todo. Eso ayudó a que la película encontrara su forma.
–¿Cuánto de su propia ética, de sus valores, se juega en la película?
–Si bien el documental se basa en el intento de mostrar la realidad, esta realidad siempre está marcada por uno, que filma y elige qué mostrar y qué no, y cómo hacerlo. Traté de ser sincero con lo que me pasaba en cada momento y respetar lo que era la comunidad y su forma de vida.
–¿Nunca le resultó conflictivo este proceso de tratar de ser fiel a la realidad y a la vez respetar al movimiento?
–No, porque la película fluyó, se fue moldeando y adaptando a lo que surgía en rodaje. No podía decidir por dónde iba la película, porque todos los días me encontraba con situaciones que desconocía y esas cosas también me fueron marcando por dónde ir.
–¿Y hacia dónde lo fueron llevando esos hechos?
–A nivel argumental me quedó claro que si tenía que estructurar la película lo mejor era poner al juicio como eje, porque me daba un principio, un nudo y un desenlace. Y desde ese tronco ir tirando las diferentes líneas que quería que tuviese la película: la vida en el monte, la producción campesina, la organización. Me impactó que el agronegocio, que tiene detrás todo el poder político, judicial, policial, y que arrasa con todo, de repente se topa con unos campesinos que viven en medio del monte, sin internet ni nada, y que sin embargo le hacen frente y logran pararlo. Necesitaba mostrar esa potencia.