“Esta es la primera película comercial que estrena en una villa”, había dicho Cristian Jure a los medios antes de que Alta cumbia, homenaje a la cumbia villera, llegara a la pantalla de una canchita de la Villa 20, de Lugano. Lo que ocurría en el film –una sucesión de testimonios de ídolos populares y hits del género, enlazados por una ficción– no podía estar más en sintonía con la geografía. La canchita, esta noche copada por sillas de plástico, está a metros del Parque Indoamericano y no muy lejos del barrio Papa Francisco, tristemente célebres por ser el epicentro de una desigualdad y una injusticia que, como queda expuesto en la película, la cumbia villera se ocupó de retratar cuando el país se vino abajo. Poco antes de las 20, el barrio se congregó para reconocerse en una historia, la de un género musical. Y un poco, también, la propia.

Desde temprano, una DJ pasaba temas de Meta Guacha, Damas Gratis, Pibes Chorros y Los Gedes, entre otros grupos fundamentales de comienzos del siglo. En la villa, con esa banda sonora de fondo, jugaban al vóley y al fútbol, y el público empezaba a agruparse en la canchita. Era el escenario natural para el estreno de Alta cumbia, una película de negros (que desde el jueves se verá en cines). No sólo porque las canciones que la van hilando, los personajes que aparecen y sus historias tienen todo que ver con el olvido que padecen estos barrios, la estigmatización que padecen sus habitantes y la carencia y la lucha que son parte del día a día. No sólo porque la película persigue el objetivo de bucear en los orígenes de la cumbia villera, en términos cronológicos, conceptuales, territoriales. No sólo por eso, sino también porque gran parte de la película se rodó allí mismo, en la Villa 20, con la colaboración de su gente.

Ocurre que, contrariamente a lo que podría pensarse –ya que, quizás, hubiera sido la salida más fácil–, Alta cumbia no es un documental. Aunque casi. Es una ficción con contenido documental. Y en esa ficción, con la Villa 20 como escenario, los vecinos se integraron como actores. Hicieron de extras o compusieron diversos papeles.

Por eso, así como aplaudían eufóricos y cantaban himnos como “Los dueños del pabellón”, “Alma blanca” o “La marca de la gorra”, mientras tomaban cerveza –la noche estaba ideal para una helada–, no podían evitar descostillarse de risa cuando alguno de ellos aparecía en la pantalla. Por ejemplo, Cacho. Un hombre que antes de que comenzara el film les gritaba a los policías que andaban merodeando por la zona, y así hacía carne una de las máximas de la cumbia villera: que el cana es botón. Eran cinco los uniformados que recorrían los alrededores de la canchita, a la que se accede por rampa o escalera bajando por la avenida Escalada. Cacho les gritaba a los policías: “Estos giles no tienen cabida acá”. Entonces después contó, no sin cierto orgullo, que había actuado en la película, como muchos de sus vecinos. Que filmaron en su casa, que le dieron un guión y que estaba por verse por primera vez. “Es un protagonista”, lo descansaba una mujer. Entonces, cuando Cacho apareció en pantalla grande, como los otros personajes del barrio –algunos actuando, otros haciendo sus labores cotidianas–, la platea estalló en risas. Daba la impresión de que se sentían doblemente representados: por la música que sonaba y porque ellos mismos estaban metidos en el relato.

Se percibía que estar allí era una suerte de cita obligada para los habitantes de la Villa 20, territorio de promesas de urbanización desde hace décadas. A los que pasaban caminando, distraídos, al parecer yendo a hacer otra cosa, alguno les decía: “¿qué hacés que no estás viendo la película?”. En medio de la apacible noche, mientras el film transcurría, de los pasillos oscuros y angostos salía exactamente la misma música: cumbia villera. Muchos vecinos se ubicaron en el pasto alrededor de la canchita, y en las butacas sobresalían los niños. En la previa, adolescentes y adultos habían rodeado, para sacarse fotos, al carismático cantante de Mala Fama –sentado después en primera fila– y al de Flor de Piedra, grupo que dejó uno de los hitos de la cumbia villera, el que dice “vos sos un botón, nunca vi un policía tan amargo como vos”. Hito que compuso la figura más relevante de este fenómeno, al que se reconoce como fundador legítimo: Pablo Lescano, cantante de Damas Gratis (ex Flor de Piedra), ausente esta noche en el barrio, para la decepción de un pibe de alrededor de doce años, fanático, que lo esperaba. El director de la película, Jure, y el titular del grupo Octubre, Víctor Santamaría, estuvieron presentes y dieron inicio al evento.

El hilo narrativo de Alta cumbia es la historia de Fanta (Martín Roisi, del grupo Fantasma), un exitoso joven de clase media, que trabajaba en una productora hasta que llegó la crisis de 2001 y terminó viviendo en la villa, vendiendo CDs pirateados. Uno de sus ex jefes un día lo vuelve a buscar, para proponerle la realización de un documental sobre cumbia villera. Fanta acepta, muy a menudo abrumado por la tensión que se genera con los productores chetos y rubios, que nada saben del corazón de este fenómeno cultural, presentado aquí como uno que gritó la miseria, que retrató la verdad “de la gente humilde, de la vagancia” (como dice Hernán Coronel, de Mala Fama), la decadencia de un país, su crisis política y social. Y que hasta fue censurado por el COMFER, por supuestamente hacer apología de los excesos. Con intensos testimonios de todos los exponentes de esta música –los líderes de Damas Gratis, Pibes Chorros, Pala Ancha, Re Piola, Mala Fama, Yerba Brava, Los Gedes, Supermerk2, Meta Guacha y otros– y con imágenes de bailantas y cumbia a todo trapo, la película es un homenaje sin reveses, con ritmo y sustancia. Con el peso de la verdad.