El cineasta Rosendo Ruiz, nacido en San Juan pero cordobés por elección, es uno de los pocos directores del interior que logra filmar en su propia tierra. Su nuevo largometraje, Casa propia, no es la excepción en ese sentido. La película nació como una necesidad de contar los conflictos de las personas de clase media o media-baja que rondan los 40 años. El guion lo escribió a cuatro manos con Gustavo Almada, quien es también el protagonista del film. “Hay algunas cosas mías, otras del protagonista y cosas de la generación nuestra: qué sienten llegando a los 40 personas con escasos recursos, con una vida difícil y con una madre a cargo. Fue por cosas que nos pasaban a nosotros y a un grupo de conocidos y de amigos”, cuenta Ruiz en la entrevista con PáginaI12. Tras su première en el último Bafici, Casa propia se estrenará el jueves 2 de agosto en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín y en otras salas del interior.
Ruiz es licenciado en Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Córdoba. Su debut cinematográfico fue en 2010 con De caravana, en el 25° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde ganó, entre otros, el Premio del Público. En 2013 filmó Tres D, empezó el recorrido en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam y el Bafici 2014. Al año siguiente dirigió Todo el tiempo del mundo, que tuvo su première en la Competencia Argentina de Bafici 2015. Su posterior largometraje, presentado en el Festival de La Habana –y además en la muestra porteña– en 2016, fue Maturitá.
Casa propia aborda la historia de Alejandro (Almada), un hombre que está llegando a los 40 años y que vive en Córdoba con su madre, quien está enferma de cáncer. Alejandro es profesor de literatura y va ver a departamentos, buscando tener lo que menciona el título de la película, pero no los alquila. No es un tipo fácil: la relación con su hermana no es la mejor, un poco porque ella cree que Alejandro debe ocuparse de la madre más que nadie porque es soltero y vive en la casa materna; a veces, a él eso lo hace estallar. Pero su hermana no es la única persona con la que Alejandro tiene una relación conflictiva. También le sucede con su novia. El dicho “los que se pelean se aman” parece ser apropiado en este caso porque discute constantemente con su pareja. A su vez, la reflexión que tiene el psicólogo Gabriel Rolón parece aplicarse al caso de este personaje ficcional: uno puede amar a una persona y desear a otras. Eso es lo que le pasa a Alejandro con otras mujeres.
–¿La película es una reflexión sobre los vínculos humanos?
–Sí, ante todo es sobre eso. Sobre los vínculos madre-hijo, hermanos, parejas, con el hijo de la pareja, con las amistades. Pusimos énfasis en crear personajes tridimensionales y, a partir de ahí, buscamos ver cómo eran los vínculos entre ellos.
–Por momentos, el espectador llega a identificarse con el personaje y en otros pasa lo contrario. ¿Por qué construyeron esta especie de ambivalencia en el protagonista?
–Porque nos parecía mucho más rico, ya que Alejandro está viviendo una tragedia íntima muy fuerte y una angustia que hasta lleva en el cuerpo. Tiene como una nube que lo está siguiendo, una mochila con la que va cargando todo el tiempo. Y esa oscuridad. Por eso, por momentos hace cosas que son moralmente cuestionables. Decíamos que era un personaje posible en la vida real. ¿Quién alguna vez no cometió un acto reprochable y después se lo cuestionó o no? Nos gustaba ese tratamiento, que genera un poco de rechazo en el espectador por momentos.
–¿Construir un personaje con sus contradicciones, con claroscuros, fue una manera de evitar los estereotipos?
–Claro, exactamente porque por ahí los estereotipos son una cáscara y acá nos interesaba uno o dos personajes en particular. Queríamos profundizarlos, buscarles los lados oscuros para ponerlos en la película. Sabía que nos estábamos arriesgando a perder la empatía de los espectadores con el protagonista, pero también creíamos que tenía actitudes con las que podía ganarse a los espectadores, en el sentido de que lo entiendan. Como director, no quería juzgarlo sino simplemente seguirlo. Más que juzgarlo, lo que hago es plantear reflexiones a partir de las cosas que él hace.
–Es que, al no establecer juicios de valor, no aborda la idea de una víctima ni de un victimario.
–Claro, no quería caer en esa bipolaridad. Es un personaje que, por momentos, es muy cuestionable lo que hace, me provoca rechazos, y en otros momentos lo comprendo. Hasta llego a quererlo, por ahí. Y todo lo que me dispara, en qué me resuena: si como espectador he sido siempre tan correcto, si nunca cometí actos cuestionables... Esa era un poco la idea.
–¿Cómo trabajaron el guión con Gustavo Almada?
–El punto de partida era una persona que conocíamos a la que le había pasado algo muy parecido. Y esa persona se sentía mal por reconocer una cosa muy profunda: necesitaba que su madre se muriera para poder ser libre. Lo contaba con vergüenza, se apenaba, pero reconocía que tenía la necesidad de que su madre muriera. A partir de un sentimiento tan horrible fue que empezamos a construir la película alrededor. Y fue un trabajo como de taller literario donde escribíamos escenas libremente. Después, las ordené, vimos qué sobraba, qué faltaba, y terminamos construyendo la trama. Fue una forma particular de escribir este guion porque nunca lo había hecho de esta manera: ir resolviendo escenas o secuencias alrededor de estos temas. Después, buscamos un hilo conductor e hilamos toda la trama.
–¿Son problemas generacionales los que se reflejan en la vida de este personaje?
–Entiendo que sí. Por supuesto, nunca se puede generalizar tanto a todo el mundo. Pero hay un paradigma que tenían mis viejos: el que no estaba casado ni tenía hijos antes de los 30 era un fracaso, un solterón. También el que no tenía una casita propia. Mis viejos y mis tíos se casaron antes de los 30, y ya tenían hijos y casi hasta su casa propia. Eso era un paradigma de otra generación. Ahora, conozco un montón de casos de personas de clase media, media-baja, para las que es todo un problema irse de la casa. Hay una cosa económica que las va sujetando. Está también la idea de que el casamiento y tener hijos antes de los 30 se rompió un poco. Conozco muchas personas a las que la vida las sorprende cerca de los 40 viviendo todavía con los padres. A la mayoría le genera una crisis profunda porque hay algo natural en uno que busca independizarse del seno paterno.
–A su vez, el drama de no tener casa propia es muy actual...
–Claro, sumado a que estamos hablando de clase media, media–baja, a la que se le complica más todavía. Entonces, tienen que construirse un departamentito arriba de la casa de la madre, en el fondo, o alquilar toda la vida. Es realmente un problema.
–¿Abordar el drama de no tener la casa propia fue una manera de mostrar la sensación de frustración que, a veces, aparece en esa etapa de la vida?
–Exactamente. Va de la mano una cosa de la otra: llegar a esa edad sin una casa, sumado a que estás conviviendo con tus viejos. Si él ya hubiera estado alquilando solo, capaz que sentiría también la necesidad de una casa propia, pero sería más simbólico: como el lugar propio, el nido que uno hace y no en el que se crió o el que heredó, sumado a la crisis económica que hace casi imposible para muchas gente pensar en tener una casa propia.
–¿El protagonista no encuentra solamente su lugar físico propio?
–Exactamente. Es más simbólico, pero también físico. Las dos cosas van de la mano. Simbólico porque siempre duerme en los sillones, en la casa de la novia, en la del amigo, en el hospital. Tenemos una imagen del tipo nómade que va con su mochila y duerme en los sillones de otros. Hasta en la casa de él: duerme en una camita en un rincón, casi como si fuera un sillón. Una sensación que tratamos de transmitir en la película fue que ese lugar propio que él busca son siempre departamentos todos blancos y luminosos en contraposición a su casa, que es muy vieja, venida a menos, con humedad, roturas, con colores. Buscábamos ese simbolismo de cuando uno se muda, donde el lugar es todo blanco. Como que todo está por escribirse.
–¿Esto también tiene que ver con la dificultad de no poder hacer la vida propia en un país que les cierra la puerta a las oportunidades?
–Sí, obviamente. Tratamos de anclar la película a la realidad que estamos viviendo, de que cada vez se nos aprieta más, que la plata alcanza para menos, cada vez tenemos menos oportunidades, nos tenemos que multiplicar los trabajos. Todos nos saturamos de trabajo porque realmente éste es un país que cada vez se nos está poniendo más difícil.
–¿Los problemas económicos generan crisis o estos son una porción de un drama mayor en la historia?
–En la película, son una porción del drama. El drama principal es algo más interno. Creo que nuestro protagonista se habría ido si realmente hubiera querido. No habría esperado a los 40. No es sólo económico porque no le alcanza para irse. Cuando uno quiere irse, se va. Se va a lo de un amigo, pide prestado. Si toma la decisión, se va. Y la madre se las hubiera arreglado y trabajado, porque no es una anciana o no lo era hace unos años, cuando él se podría haber mudado. Lo económico es acá una parte importante, pero es mucho más profundo el tema de Alejandro, un mambo con la madre, con la familia.
–En ese sentido, para la manera en que se tejen las relaciones del personaje con su hermana, su madre y otras mujeres, ¿buscó un tono realista?
–Sí, creo que son así muchas relaciones. Muchos espectadores que vieron la película en festivales se sintieron identificados de una u otra forma, ya sea porque tienen una madre con problemas, o se vieron muy identificados en la relación entre Alejandro y su hermana. O con la novia. Ya no son pendejos: salen con mujeres que tienen hijos y creo que se da mucho que un tipo esté saliendo con una mujer que tiene un hijo. Y por cómo se dan esos vínculos, es bastante realista la película.
–Esta ficción mantiene una sutil diferencia entre lo que se entiende por soledad y la necesidad de encontrarse con uno mismo.
–Es que para encontrarse con uno mismo hay que estar en soledad, pero en soledad bien. El personaje está buscando un poco estar en paz consigo mismo y seguramente la soledad va a ayudarlo a encontrarla. Conviviendo con la madre o metiéndose en la casa de la novia es difícil que alcance un estado de tranquilidad y de soledad en el buen sentido.
–La relación con la madre muestra otro tema que tal vez es también generacional, como el hacerse cargo de los padres. ¿Por qué la demanda y la presión que le genera está planteada desde el inconformismo?
–El tema de la dependencia de los padres es súper complejo. Por un lado, el Estado no genera posibilidades dignas para la gente mayor que necesita de cuidados, y de alguna residencia u hogar que se hagan cargo. Entonces, se enferman los vínculos cuando los hijos tienen que hacerse cargo a la fuerza. En el caso de esta película, él tiene que hacerse cargo por una enfermedad terminal de la madre, pero es todo un tema que atraviesa esa necesidad. Más que él es varón, porque por ahí las convenciones sociales marcan en teoría que las hijas se harían cargo de la madre, pero en la película la hija se lava las manos y es él quien que tiene que ocuparse. La madre también lo pone a él en un lugar, como si per se él tuviera que hacerse cargo de ella. Y no es así.
–Más allá del argumento, ¿cuánto sirvió el apoyo estatal para terminar la película?
–Fue fundamental. Más ahora, con la crisis tremenda que están atravesando el cine argentino y el Incaa con esta reestructuración que está dejando afuera a un montón de productores y directores de pocos recursos. Para nosotros, una ley de cine que ha salido en Córdoba y el apoyo con un polo audiovisual que se ha generado en la provincia fueron fundamentales para poder terminar a la película y poder encarar otra en el futuro. Tenemos un anclaje fuerte en Córdoba que está empezando a ser auspicioso, a contramano de lo que está pasando a nivel nacional. Estamos muy contentos festejando lo que está pasando en Córdoba y lamentando lo que está sucediendo con el Incaa.