Hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, cientos de personas pensaron que el pueblo que habitaban no estaba tan bueno (así hablaban ellos) y decidieron emprender viaje en un globo aerostático que se presentaba tan colorido como moderno.
El piloto que habían elegido para que estuviera al mando prometió eliminar los obstáculos y cepos que limitaban la velocidad de la aeronave. Una vez lograda la altitud requerida, todos estarían pronto en un territorio de gran belleza, en el que podrían disponer con libertad de las riquezas que generaran, sin la necesidad de aportar nada a los gastos comunes.
Una vez embarcados, el comandante explicó que habían encontrado el globo desordenado y mal gestionado, con los instrumentos de navegación rotos. Sus antecesores no habían hecho las cosas como correspondían y habían utilizado materiales muy pesados para su construcción, aseguraba el comandante.
Había una única alternativa. Debían aligerar la carga, dijo el piloto al mando.
Los aeronautas se vieron obligados a arrojar buena parte de sus pertenencias. El sacrificio, auguró el capitán, sería recompensado tan solo un semestre más tarde con los tesoros de los que dispondrían una vez llegados al paraíso.
Pese al desprendimiento de los bienes personales, el globo siguió con su vuelo bajo. Algunos pocos tripulantes dieron las primeras, leves, muestras de escepticismo. El capitán no dudó en ratificar el rumbo. Sostuvo que solo necesitaban renovar el gas propano que impulsaba a la nave. Tenían que hacer una simple parada técnica, en una estación de recarga que estaba atendida por un grupo de personas amigas, a las que -según dijo- ya conocía de viajes anteriores.
Los proveedores se mostraron muy amables y, a cambio del combustible, pidieron las reservas de alimentos que tenían los aeronautas. El comandante argumentó que era la mejor de las opciones, porque iba a alivianar la carga y, de esa forma, lograrían la altitud óptima.
A fuerza de ser fidedignos con esta historia de aquel pueblo tan remoto, debemos reconocer que, transcurridos unos meses, el globo seguía estancado en su trayectoria. El capitán determinó entonces que los tripulantes se descartaran unos a otros. Dio a decir a sus colaboradores (su lenguaje se volvía cada vez más confuso) que si hacían lo que ordenaba, el ascenso sería inevitable.
Los habitantes accedieron con rapidez, pues en aquel pueblo que habían dejado atrás (y del que, en verdad, tampoco se habían alejado demasiado) estaban habituados a ser espectadores de unos programas de realidad que consistían precisamente en eso: descartar, con gradualismo, a cada uno de los protagonistas del espectáculo hasta que tan solo quedara uno de ellos.
Día a día seleccionaban a quien tirar por la borda. Así se entretenían durante la jornada. En las noches soñaban con cruenta expectativa: intuían que cuantos menos permanecieran en el globo en el final del viaje, más tendrían para repartirse de las tierras prometidas. Pero debían hacer escalas cada vez más frecuentes para recargar combustible. A cambio, entregaban sus alhajas, sus relojes, sus ropas.
Descarte tras descarte, el comandante quedó finalmente solo junto a un grupo de colaboradores. El ascenso (no hay sorpresa aquí) nunca se produjo.
El capitán y sus copilotos entregaron el globo para terminar de pagar las deudas que habían quedado pendientes con los proveedores de propano. En virtud de los servicios prestados, comenzaron a trabajar para ellos. Algunas malas lenguas dijeron que, en realidad, siempre lo habían hecho.
Los tripulantes caminaron de regreso a sus tierras y encontraron sus viviendas saqueadas. Debieron arrancar otra vez de cero, apelando a los lazos fraternos que alguna vez los habían unido. Y recordaron esta historia de generación en generación, para evitar que otra vez se repitiera tan triste expedición. Mas la lejanía en el tiempo y en el espacio hizo que recién ahora el relato llegara a estas páginas.