Con el tiempo, la empezamos a llamar la “Universidad de las catacumbas” pero a fines de marzo de 1976 no tenía nombre, eran apenas encuentros académicos clandestinos, al margen del mundo universitario formal que había sido asaltado por un grupo de asesinos. Para nosotros, que éramos jóvenes, era una necesidad que nos venía de las tripas por seguir estudiando y no perder –entre muchas y tantas otras cosas que íbamos a perder desde aquel golpe– la posibilidad del conocimiento.
Ricardo Piglia era quien nos congregaba. Eramos un puñado de estudiantes de Letras de la UBA, la mayoría en el tramo final de la carrera, que entre 1973 y 1976 (entre dictadura y dictadura) habíamos conocido que existían otros reflexiones académicas y fundamentalmente otra manera de pensar el mundo. Y no queríamos perderlo.
La facultad se había convertido en un antro: su decano Sánchez Abelenda, seguidor del retrógrado cura francés Lefebvre defensor de la misa en latín, se paseaba por los pasillos armado. Las clases estaban infectadas de policías de civil a la caza de ateos y subversivos. La mayoría de nuestros profesores habían quedado cesantes o decidieron no volver, por seguridad, a la facu. Fueron reemplazados por otros que dictaban clase con los parámetros del siglo XIX y defendían la pureza de la literatura que -sostenían- era un arte donde nada tenía que ver la ideología. El terror se respiraba en todas partes. Para entrar a la facultad había que dejar todos los documentos de identificación en la entrada y una sentía que adentro cualquier cosa podía pasar… era tierra de nadie.
Por eso el encuentro con Piglia de cada semana en las “catacumbas” era vital. Era una inyección de luz contra la barbarie. Era un encuentro con el saber. Siempre en lugares distintos (por seguridad se pactaba la casa donde nos encontraríamos la vez siguiente en los últimos momentos de cada reunión) Ricardo nos hablaba (y nosotros estudiábamos mucho) sobre los formalistas rusos, Borges, Tzvetan Todorov, la obra completa de Lucio V. Mansilla, Dashiell Hammett, el Facundo de Sarmiento, la novela policial o Macedonio, entre muchos otros.
Siempre de negro, siempre puntualísimo, daba dos horas exactas de clase, compartiendo sus hipótesis de trabajo y su saber. Este texto quiere ser mi pequeño homenaje al maestro. Es un agradecimiento a la generosidad de quien nos ayudó a atravesar la negrura de nuestra juventud con su ironía punzante, su humor exquisito y su profundo amor a la palabra. Gracias Ricardo, siento que te debo mucho de lo que soy.