Con la firma del decreto 683/2018 que permite la actuación de las FF.AA. en tareas de seguridad interior, el Presidente Macri tiró por la borda uno de los principales consensos que la democracia argentina pudo establecer en los últimos 35 años. Gobiernos tan disímiles como el de Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando De la Rúa, el provisorio de Eduardo Duhalde, y los doce años kirchneristas, tuvieron la característica común de no haber permitido que los militares se inmiscuyan en problemas de orden interno. La derecha autóctona lo había intentado sin pausa y sin éxito. El profundo trauma social que implicó el genocidio perpetrado por la última dictadura dejó como una de sus marcas indelebles ese acuerdo implícito que ahora amenaza con romperse. Se abre una caja de Pandora de consecuencias imprevisibles. En países como México y Colombia, después de contar decenas de miles de muertos, se discute como salir de esa encerrona. Como dijo alguna vez el ex presidente Arturo Frondizi. “Es fácil sacar a las FF.AA. de los cuarteles, lo difícil es volver a ponerlas”.
En la historia argentina, cada vez que los militares intervinieron en conflictos internos corrieron ríos de sangre. Como señala el historiador Daniel Mazzei, el Ejército argentino experimentó grandes transformaciones durante la segunda mitad de los años cincuenta. Tras el derrocamiento del general Perón, en 1955, el sector liberal del Ejército buscó reemplazar la Doctrina de Defensa Nacional en vigencia y se abocó a un profundo proceso de “desperonización” que significó el retiro de al menos 500 oficiales y miles de suboficiales entre 1955 y 1958. En el marco de la sustitución de la doctrina de defensa se dio un mayor interés por nuevas formas de guerra, no tradicionales, surgidas en el marco de la Guerra Fría: la Guerra Nuclear, y la Guerra Revolucionaria. En ese contexto también se eclipsó definitivamente la influencia alemana sobre el Ejército argentino que fue reemplazada por el predominio de las tradiciones militares norteamericana y francesa.
En términos militares la población se transformó en “el terreno”, en “el campo de batalla”, y las fronteras que separaban a los adversarios ya no eran geográficas sino ideológicas. Los límites entre uno y otro bando pasaban por el seno de la Nación, de una misma ciudad y, a veces, de una misma familia. Para quienes elaboraron esta doctrina, los interrogatorios fueron el principal instrumento para obtener información y podía recurrirse a cualquier método para obtenerla, incluyendo la tortura de simples sospechosos. Al extenderse el estado de sospecha a toda la sociedad, la inteligencia militar tradicional ya no parecía suficiente y crearon servicios de informaciones más amplios y complejos. Se multiplicaron y superpusieron los servicios de informaciones en todos los cuarteles y unidades. Se registran decenas de oficiales y suboficiales capacitándose en esa área.
El Ejército argentino también desarrolló durante esos años una organización territorial basada en el cuadriculado o compartimentación del terreno similar al que lo habían aplicado las tropas francesas en Argelia. De esta forma, todo el país quedó dividido en áreas, zonas, y subzonas, formando una red que se extendía sobre todo el territorio, basado en el concepto de que la población es el terreno a conquistar. La primera aplicación concreta de este esquema territorial y del nuevo rol del Ejército como guardián del orden interno fue el Plan Conintes de 1960 durante el gobierno de Frondizi. En ese momento también se apeló a la consabida necesidad de modernizar las FF.AA. para enfrentar los problemas del siglo XX. En el esquema de la Guerra Fría, lo que faltaba en estas tierras era un movimiento comunista de mayor envergadura, pero no hubo inconvenientes en atribuirle esa peligrosidad al peronismo. Los cambios no fueron solo hipotéticos, el entrenamiento en EE.UU. y Panamá, y las nuevas compras de armamentos –armas más livianas, tanques más pequeños para transitar por ciudades– fueron dibujando las características de los nuevos cuadros militares.
A partir del Golpe de Estado de 1976 se llegó al paroxismo de una represión jamás vista en nuestra historia, que ya de por sí era sangrienta. Pero la realidad fue que prácticamente no hubo enfrentamientos armados. No hubo una guerra civil sino una cacería clandestina, encarnizada y oculta. En la única oportunidad en que sí hubo guerra, en las Malvinas, el papel jugado por los militares fue vergonzoso, aún medido en sus propios códigos. Simplemente no estaban preparados ni equipados para una guerra contra otras FF.AA.
En 1921 el Ejército participó en los más de mil fusilamientos de los huelguistas de la Patagonia que pedían mejores condiciones de trabajo. También intervino en 1930 tomando a sangre y fuego el gobierno e implantando la pena de muerte in situ y a voluntad. No hay ejemplos virtuosos para enumerar.
Los nuevos y supuestamente modernos objetivos expuestos en el decreto de ayer mencionan al narcotráfico y al terrorismo como peligros que nos amenazan. En todo el mundo el tema de las drogas es contemplado como un problema de salud pública y el paradigma de la “Guerra a las drogas” ha fracasado irremediablemente: porque él consumo no ha cesado de crecer, y por las consecuencias trágicas que dejó su estela militarizada.
Respecto a la amenaza del terrorismo, no necesitamos remontarnos mucho en la historia para ver el uso maniqueo del que es objeto. Hace exactamente un año, una inmensa red comunicacional, fogoneada desde el gobierno por la ministra de Seguridad, nos decía que milicias mapuches, entrenadas en el extranjero, amenazaban nuestra soberanía. Poco tiempo después aparecieron muertos Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.
Tal vez el gobierno eligió este momento para salir del sofocón del tema de los aportantes truchos en la campaña de 2017, tal vez está preparando el terreno para un plan económico que no cierra sin represión. Lo seguro es que los demonios que está desatando son muy peligrosos.
* Historiador.