Las semblanzas publicadas tras la partida de Ricardo Piglia coinciden en ser afectuosas, cálidas, en destacar la calidad de su escritura, su insaciable avidez de lector, la persistencia con que compartió sus saberes, enseñando a leer. Libros, antes que nada. La historia argentina, unida indisolublemente.
El autor del mejor reportaje a Rodolfo Walsh, el hombre que mejor revisitó a Sarmiento, a Borges, a Roberto Arlt. El editor de novelas negras, en pioneros libros de hace cosa de medio siglo. El ensayista, el narrador que mejor describió la dictadura contemporáneamente, en “Respiración artificial”, en parte porque prescindió de los énfasis, de lo obvio.
Este cronista lo trató poco, más por correo electrónico que personalmente. Como lector constante y agradecido solo puede agregar detalles, subjetividades. Proponerse repasar su obra y reincidir en citarlo, costumbres que viene practicando antes de estar motivado por la tristeza.
La obra de Piglia es un ejercicio de enseñanza, desde sus ensayos hasta sus cuentos o novelas, sumando su imborrable pasada por la TV pública.
En una de esas, un intelectual o un maestro es alguien que induce a otros a pensar, a comprender, a abrir su cabeza. Un regalo de la inteligencia, que pocos otorgan. Piglia lo hacía con gentileza, sonriendo a menudo, sin tornar cargante su erudición, poniendo al interlocutor a su altura. No es sencillo, vamos, si se arranca de tan alto.
En las entrevistas era agudo, pensaba-creaba mientras hablaba. No se conformaba con citarse a sí mismo, lo que ya hubiera sido un lujo. Un reportaje, una conferencia, la presentación de un libro de otro propiciaban un ensayo verbal, novedoso.
Para quien se dedica al periodismo político escucharlo en cualquier registro o reportearlo resultó una experiencia asombrosa: en ese tipo de intercambios, casi nadie razona, deduce, incorpora algo al conocimiento propio y ajeno. Casi podría decirse son desvíos, excepcionales.
La cita tienta. Acudo a una de tantas que publiqué años atrás, tomada de “El camino de Ida”, una novela que no integra su podio sin permitirse dejar de ser perfecta. El protagonista es, como de costumbre, su alter ego Emilio Renzi. Renzi viaja a Estados Unidos para trabajar como profesor en una Universidad. En esa ocasión, hace este comentario.
“Cuando me separé de los estudiantes volví a casa y en la esquina de Nassau Street y Harrison encontré a un hombre, con jeans y campera de franela a cuadros, que hacía propaganda política aprovechando el semáforo largo de la avenida. Alzaba un cartel de apoyo al candidato republicano en las elecciones legislativas de mayo. Le había agregado una banderita norteamericana, señal de que pertenecía a la derecha patriótica. Nunca había visto el acto proselitista de un solo hombre. Todo se individualiza aquí, pensé, no hay conflictos sociales o sindicales, y si a un empleado lo echan de la oficina de correos en la que trabajó más de veinte años, no hay posibilidad de que se solidaricen con un paro o una manifestación. Por eso, habitualmente, los que han sido tratados injustamente se suben a la terraza del edificio de su antiguo lugar de trabajo con un fusil automático y un par de granadas de mano y matan a todos los despreocupados compatriotas que cruzan por allí. Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos, me divertí pensando, para bajar la estadística de asesinatos masivos realizados por individuos que se rebelan ante las injusticias de la sociedad”.
Una reflexión rica en sugestión, abierta al repaso, ramificada, contada con ironía… bien en su estilo.
Piglia en su vida pública fue un hombre amable, generoso en el trato y en la cátedra que llevaba puesta a cada intervención pública.
Lo principal debe subrayarse: fue un escritor genial, cómodamente instalado en el top ten de la literatura argentina.
Supo ofrendar su erudición y su inteligencia impar para ayudar-estimular-incitar a (casi todos los) otros, más limitados, a comprender y pensar. Por un rato, como escuché en estas horas, hasta para creerse inteligentes por haber aprendido del maestro.