Con los objetos de la escena ella establece una relación voluptuosa. Se para frente al foco de luz como si fuera otro cuerpo, deja que una soga blanca le cubra el torso como una ropa pesada que podría estrangularla. La autonomía de la cosas entra en un contacto extrañado con el domino que Mayra Bonard pone a prueba en un devenir que, a veces, se repite, vuelve al comienzo y es consciente de la ficción en la que la vida se enmarca.
La danza es en Mi fiesta un territorio inestable donde el movimiento estructura cada episodio que Bonard relata con esa naturalidad ingenua que tiene toda confesión, con el gesto de hablar y descubrir en ese momento la cavidad desconocida que el relato abarca para la propia protagonista.
Los besos que se daba a los trece años con un chico más grande en las escaleras del edificio donde vivía se transforman en la trama extorsiva de la calentura del pibe y en la obligación precoz de chuparle la pija. El vértigo del arrebato de la soga que revolea con una copa atada al extremo, la posibilidad de estrellar ese cristal, de quedar atada por el impulso del lazo, le da un estremecimiento al relato que Bonard procura exponer sin énfasis. El conflicto está en el movimiento como una instancia acoplada a la acción o como la acción dramática misma. Si en los textos de Pedro Mairal la chica pone el cuerpo para la obediencia de esos machos a los que rechaza o desea, a los que está aprendiendo a conocer en una serie de situaciones con las que se debate pero que observa como imposibles de evitar, en el presente de la actuación el cuerpo asume una instancia estética que le da un riesgo adicional a la escena. Construye otra narración pero, a su vez, dialoga con la precisión del relato donde el sexo siempre está al borde de la intemperie.
Por eso Bonard necesita desnudarse y aplicar a su piel, como si fuera el campo de una instalación, frutas cortadas que resaltan esa concha pronunciada, esa pija multiplicada como si ella fuera una muñeca atorada en el celofán, intervenida para exhibir todo aquello que la voz necesita llevar a un nivel dramatúrgico exclusivamente visual.
Los objetos que utiliza y los que aparecen en su discurso son el efecto y síntesis, la maniobra que puede abrir o sugerir otra situación a la que todavía no se aventura.
Ella camina entre los vasos de vidrio irrompibles. Detalles perfectos de una fiesta que le sirven de tacones, persistencia en un andar que no se amilana ante ese atolladero. Para Bonard desplazarse en un escenario es una tarea definitiva.
La intimidad es el soporte de su propio espectáculo, como una soledad donde las situaciones apiladas en lo indescifrable del sexo, del descubrimiento del deseo pero también de la fantasías, de la iniciación como un acto solapado de violencia, hacen a un cuerpo que podría terminar lastimado por el vidrio, cortado por el cuchillo con el que se desprende de su piel el papel film, ahogado por la banana que se incrusta en la boca.
Hay una celebración en Mi fiesta que parece finalizar o que aguarda a comenzar cuando la función termine. Como si esta obra que Bonard creó junto a Carlos Casella fuera el intervalo de un mundo que ya supo derramarse en una instancia previa y aquí queda algo de esa hilaridad desconectada del recuerdo La inminencia de un cuerpo femenino acercándose a la vacilación que implica sobreponerse al estado de amenaza, habla desde los restos de una danza que interfiere para darle volumen a lo que ya pasó. Eso que en la performatividad teatral se convierte en materia de un show y que, en la ilusión permanente de su arte, puede continuar o retomarse de otra forma en condiciones impensables.
Mi fiesta se presenta los viernes y sábados a las 21 y los domingos a las 19 en El Cultural San Martín.