La mayoría de las películas se esfuerzan por construir un personaje protagónico memorable, que se destaque en algo; recortan lo excepcional, incluso cuando se trate de mostrar lo excepcional en la persona común. En Las olas, Adrián Biniez –director uruguayo-argentino que antes hizo las sorprendentes Gigante (2009) y El 5 de talleres (2014)– apuesta por un protagonista del que nada sabemos, misterioso no por sus atributos sino por las circunstancias. Él se llama Alfonso (lo interpreta el uruguayo Alfonso Tort), tiene alrededor de cuarenta años y al comienzo de la película lo vemos abandonar el centro de Montevideo en bicicleta para ir hasta la playa y hundirse en el mar. A partir de allí, el ritmo de las inmersiones del personaje marca el vaivén de Las olas, una película episódica en la que al comienzo y final de cada escena, sin que medie explicación al respecto, Alfonso se sumerge en el mar y cada vez que salga a la superficie lo hará en una época distinta de su vida, dispuesta como si fuera un escenario habitable y, al mismo tiempo, ajeno.
Porque el Alfonso de cuarenta años que vemos en todas las escenas no es el mismo, ya sea niño o joven, que ven el resto de los personajes, y entonces se produce la situación extrañada de que el protagonista esté interpretando su vida en lugar de vivirla, visitándola como si se tratara de una puesta en escena donde la ilación entre momentos es débil y no responde a una relación causal, un poco como sucede en los viajes de aventuras empezando, claro está, por La Odisea. Hay algo que surge de ese movimiento, de ese recorrido por el pasado constituido por episodios que se yuxtaponen sin comunicación entre sí, que tiene que ver con la aventura. No es casual, en ese sentido, que todo el recorrido esté pautado por los títulos de los libros de la Colección Robin Hood, esos viejos volúmenes de tapas duras amarillas por medio de los cuales muchxs que pertenecemos a la misma generación del protagonista y crecimos en los ochenta accedimos a relatos como La isla del Tesoro, de Stevenson o La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne.
Lo interesante es que la vida de Alfonso, o los momentos de esa vida que recorre fragmentariamente, no tienen mucho de particular. Son, por el contrario, casi genéricos: hay un verano en la playa con la madre y el padre, una noche a solas con la hija, una visita a la ex (Julieta Zylberberg) para que le diga una vez más por qué lo dejó, dos novias de la juventud, una banda de amigos asolada por un villano llamado Kaluma. Pero incluso en esos episodios comunes, que podrían ser los de la vida de cualquiera, surge algo del orden de lo poético, una intensidad extra que podría tener la vida cuando no se la está viviendo ni recordando –no es el pasado exactamente lo que está en juego en Las olas– sino asistiendo a ella como si estuviera fuera del tiempo. Eso, en cierta forma, es lo mítico. Y aquí procede exclusivamente, parece decir la película, de cierta forma de narrar, cierta disposición por la cual una vida puede percibirse como aventura, con sus eventos premonitorios, sus bifurcaciones, sus intrigas. Porque lo que es fácil de olvidar, sobre todo a esa edad clave en la que está Alfonso que es la del desencanto, es que todo lo que vino antes fue pura expectativa, pura esperanza. De hecho, dos de los momentos más conmovedores de la película tienen que ver con esa idea: en uno, la mamá de Alfonso (Fabiana Charlo, de una dulzura difícil de explicar) le lee el final de La vuelta al mundo en ochenta días, en el que Phileas Fogg se queda con la chica. En otro, un amigo de la juventud de Alfonso le pregunta cómo será el futuro. “¿Sigo tocando con la banda?”, “¿Me casé?”, “¿Me separé?”, “¿Estoy solo?”, hasta que no puede soportarlo más y pide “Paremos acá”. Las olas parece, en su conjunto, un antídoto conmovedor para esa sensación angustiante y fatídica.