En su anuncio sobre el nuevo rol militar que ha generado tan justificada alarma, el Presidente se refirió a la necesidad de participación de las Fuerzas Armadas en la represión del narcotráfico. Los comunicadores oficialistas que salieron rápidamente a sostener la nueva política –aunque ya no lo hacen con el entusiasmo de otros días– enfatizaron la racionalidad de la propuesta: el narcotráfico crece en Argentina, las fuerzas de seguridad resultan impotentes frente a enemigo tan poderoso, por qué no recurrir entonces a las fuerzas militares que, además, dicen, hoy no tienen nada que hacer. Esto permitiría, también, terminar con la estigmatización de las FF.AA. derivada de su actuación en la última dictadura. Curioso razonamiento, este último, porque hasta ahora se pensaba que el modo de integrarlas a una sociedad democrática tenía que ver precisamente con diferenciar claramente su rol del que se asigna a las Fuerzas de Seguridad Interior.
Ni Mauricio Macri ni el ministro de Defensa creyeron necesario, para justificar esta nueva incumbencia militar, hacer la evaluación de la experiencia latinoamericana sobre la presencia de las Fuerzas Armadas en la represión del narcotráfico. En los días recientes, se ha producido en México un cambio político muy significativo con la victoria de Andrés Manuel López Obrador y cualquier análisis somero destaca que una de las principales razones de ese voto opositor ha sido la conciencia generalizada sobre las nefastas consecuencias de la intervención militar en esa tarea de represión. Basta con señalar que el año 2017 marcó un récord en la cifra de homicidios en el país, con más de 25 mil muertes violentas, mientras que a pesar de algunos éxitos resonantes como la detención del Chapo Guzmán, la actividad del narcotráfico sigue creciendo.
Hace doce años, el entonces presidente mexicano Felipe Calderón declaró, con más arrogancia que conciencia de lo que esto suponía, la guerra al narcotráfico. Desde entonces, la violencia alcanzó niveles insospechados aún en un país donde siempre estuvo presente en la política y la sociedad. Desde que comenzó la ofensiva antinarco desatada por Calderón, se habla de 170 mil muertos y no menos de 30 mil desaparecidos sin que, en muchos casos, pueda saberse a quién responsabilizar por la desaparición. La colusión entre funcionarios, narcos y militares se fue generalizando –“la Policía y los militares dan tanto miedo como los narcos”, pudo decir el escritor Juan Villoro– y la vida política quedó signada desde entonces por un notable aumento de la corrupción. La masacre de Ayotzinapa de la que fueron víctimas 43 jóvenes estudiantes hace cuatro años ha quedado como el más claro ejemplo de esta interrelación entre narcos y fuerzas de seguridad: los docentes secuestrados habrían sido entregados a una banda de narcotraficantes para su ejecución.
Quizás pudo haberse pensado que las fuerzas militares –en un principio menos ligadas al narco– lograrían terminar con esa perversa asociación entre Estado y crimen organizado. Sin embargo, tanto el caso mexicano como la misma política antidroga de los Estados Unidos muestran que es una ingenuidad ver al narco y al Estado como dos entidades absolutamente separadas. La interpenetración entre ambos se ha vuelto estructural, podríamos decir necesaria, en una lucha en que la fuerza estatal –como lo ha señalado Pilar Calveiro– no persigue la eliminación del oponente sino su mejor control.
¿Podrán las FF.AA. argentinas sustraerse a esta lógica perversa que es la que domina la llamada guerra al narcotráfico en el continente? No parece probable, considerando lo ocurrido en otros países de la región. Por otra parte, por su modo de accionar, su mayor capacidad de fuego, su desprecio por garantías individuales que no han sido pensadas para tiempos de guerra, la intervención militar conduce a un régimen de excepción donde toda violación a los derechos resulta posible y aceptada. Alguna vez la ministra Bullrich habló también de guerra contra el delito, soñando con una militarización que consagrara ese régimen de excepción, más compatible con la doctrina Chocobar y con otros de sus aportes.
La prensa mexicana ha destacado en los últimos años la singular letalidad de la intervención militar contra el narcotráfico. La proporción entre muertos y heridos que en toda guerra muestra menos víctimas fatales que sobrevivientes heridos se invierte drásticamente en México, tanto para el Ejército como en el caso de la Marina. Esto aumenta también la opacidad de los procedimientos, puesto que son pocos los heridos o detenidos que pueden aportar datos sobre lo ocurrido. En muchos casos aparecen cantidades de cadáveres sin que, en principio, pueda obtenerse ninguna explicación.
Son muchos los autores que muestran el caso mexicano como revelador del poder corruptor del narcotráfico. Cuando la declarada guerra contra el narco llevaba más de seis años, 34 altos mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional eran investigados por su vinculación con los cárteles. Anabel Hernández, en su estudio sobre Los señores del narco, define la “narcocracia”: “El gobierno mexicano, la policía, los militares, ellos son el cártel... los narcos por sí mismos no son invencibles, los hace invencibles su red de protección”.
En tiempos en que eran corrientes en la región los golpes militares con apoyo de los Estados Unidos se decía que ningún general latinoamericano resistía un cañonazo de un millón de dólares. Hoy, en una situación regional en la que muchos gobiernos parecer tomar como modelo aquellos tiempos de dominación estadounidense, vale la pena detenerse a pensar sobre los riesgos, para la democracia y la soberanía, que supone esta integración militar al combate contra el narco.
Con el mismo tono banalizador que utiliza en todo los temas importantes, el Presidente expuso este cambio en la doctrina militar como si fuera una buena nueva. No bastó eso para encubrir que entrábamos en un camino de difícil retorno sobre cuyos efectos devastadores muchos países pueden testimoniar.