La tijera de papá Luis cortaba el destino de la familia. Como no había para la peluquería, el cabello estaba siempre a la altura de su mentón; más abajo, no. Su madre, Lola, usaba kerosene en su cabeza para espantarle los piojos. Y su armario, en realidad, era el de la nona: usaba hasta prendas de la abuela Flora. Una boina de hombre, un pulóver largo hasta las rodillas y un par de alpargatas gastadas, incluso con el frío más severo. Más o menos así era el uniforme escolar que portaba Alejandra Marina Oliveras, la cuarta de siete hermanos. Provenientes del pueblo jujeño de El Carmen, los Oliveras llegaron a Córdoba como pudieron, escapándose de las garras del hambre. Y lo conseguían trabajando todos juntos, día y noche, en el campo, recolectando maníes y cosiendo bolsas de arpillera de 30 o 40 kilos. Pero la malasangre más grande, tal vez, era la que se agarraba la pequeña Alejandra en el patio de la primaria. Ella quería pasar a la bandera. Su boletín respaldaba el sueño. Pero no la dejaban. “Leía de corrido, y en voz alta, y resolvía cuentas mejor que cualquiera, pero las maestras del colegio Misioneros Salesianos, del pueblo rural de Alejandro Roca, me discriminaban por ser pobre”, se confiesa.

Siempre quiso pasar a la bandera Oliveras, cargar la banda sobre el pecho, para sostener en lo alto la celeste y blanca de ceremonia. Aunque sea por una vez, salir adelante de todos en la foto, ser orgullo de su familia amansada por el rigor de la vida cotidiana. Esta nota se proponía hablar de boxeo. Pero ella, vaya a saber porqué, se detiene en esa historia de su niñez. Y hay recuerdos que todavía castigan. “Nunca voy a olvidar el día que me gané el derecho a pasar a la bandera nacional. La señorita Vicky no me dejó. Dijo que en esas condiciones yo no podía pasar. Estaba con un delantal que no tenía botones y un pulóver viejo y largo. Usaba un traje de mi papá, porque no teníamos para comprar un blazer. Yo quería a mi bandera. Pero todos se me cagan risa. Como no me podían sacar porque era la mejor, me pusieron como primera escolta. Yo sufrí bullying. La pobreza no está en el bolsillo, ni en la ropa, está en la cabeza. Por eso siempre luché para salir de la miseria”, relata.

Fue dura la infancia de Oliveras; tal vez, en el cúmulo de carencias, se encuentre el ingrediente principal que forjó su personalidad y que la hace vibrar en el cuadrilátero: la fortaleza. Porque Oliveras, a pesar los maltratos sufridos, siempre fue para adelante como un toro embravecido. Y agarraba el lápiz con más y más fuerza para sacar más y mejores notas. Un lápiz, después de todo, pesa menos que una pala. Pero se quedó embarazada y se fue a la lona el sueño de ser actriz, y quedó nocaut la ilusión de estudiar abogacía. “Vivíamos en una casita muy, muy humilde. Teníamos que echarle leña al calefón, para poder bañarnos con agua caliente. Teníamos una tele chiquita, vieja. Y yo dormía en la misma cama que mis dos hermanas. Éramos tres en un colchón de dos plazas. Así dormimos hasta mis 14 años. Después compraron una cucheta más. Pero a los 15 me fui de mi casa porque me quedé embarazada. Me fui con mi pareja, que me golpeaba. Yo siempre luché, hasta que por suerte descubrí el boxeo”.

El boxeo descubrió a Oliveras, mejor dicho. Porque una gladiadora como ella, gustos al margen, es sumamente difícil de encontrar en este deporte. “Yo trabajé de todo, soy dura como una roca. Limpié casas, vendí ropas, alfajores, encendedores, cortaba el pasto. Pero cuando Tyson salió de la cárcel, yo estaba locutando en una radio. Así fue que leí al aire la noticia de la excarcelación. Y dije: “Cómo me gustaría pelear como Iron Mike”. Al otro día, entró a la radio un tipo y preguntó: “¿Quién es la que dijo al aire que quiere boxear? ¿Sos vos?”, “Sí, soy yo”, le dije. “Bueno, yo te hago pelear”, me respondió. Y al mes armó un festival en un pueblo, en Alejandro Roca. Yo no tenía idea de nada. Me colgaron una bolsa, y le tenía que pegar. Del campo venía un gaucho a caballo, a hacer guantes conmigo. Ese era mi entrenamiento. Eligieron de rival a una mina brava, la Yayará le llamaban. Y cuando se acercaba la fecha, los oyentes empezaban a llamar a la radio. Me decían: ‘Más vale que ganés que yo aposté un cajón de cervezas, eh’”.

Así fue que comenzó su recorrido en el deporte de los puños. Hizo una promisoria campaña amateur. Y hoy es reconocida a nivel mundial, con 33 peleas ganadas (16 de ellas por nocaut), 3 derrotas y 2 empates. Tiene todos los pergaminos sobre el lomo. Cinco títulos mundiales. Y fue entrenada por uno de los más grandes, Amilcar Brusa, aquel maestro inseparable de Carlos Monzón. El golpe de su vida, tal vez, lo dio en mayo de 2006, en Tijuana, cuando le arrebató a Jackie Nava, la favorita del mercado, el título mundial supergallo del prestigioso Consejo Mundial de Boxeo (CMB). La definición desembocó en el octavo asalto, con una granada que impactó en el rostro de la azteca en forma de cross. La mexicana luego perdería con la Tigresa Acuña, pero el nocaut que le propinó Oliveras fue mucho más famoso todavía. Al día de hoy, suma más de un millón de reproducciones en YouTube. “Tengo cinco cinturones, en cinco divisiones, como Floyd Mayweather Jr. Es un récord impresionante. Yo soy la primera campeona mundial del CMB que tuvo la Argentina, y eso no me lo va a quitar nada, ni nadie”.

Por asumir un perfil confrontativo fuera del ring se ha ganado ciertas antipatías, pero arriba del cuadrilátero se ha ganado el respeto, incluso, de aquellos especialistas que reniegan de ver boxear a dos damas. Es por eso que Oliveras redobla la apuesta y lanza un desafío muy particular. A los 40 años no se baja del ring y libra la batalla más importante de su vida: la igualdad entre el boxeo femenino y masculino. “Pienso que lo único que hay que cambiarle al boxeo es la bolsa: en el mundo, ninguna campeona es millonaria. Las mujeres ganan monedas en comparación con las bolsas masculinas. Yo gano plata con las charlas motivacionales y gracias a mis sponsors. Yo escucho gente decir que las peleas son aburridas. ¡Aburridas las pelotas! La mujer que sube al ring, sube a las piñas, se la juega”, comenta Oliveras, y enseguida cita el ejemplo de Wimbledon en el tenis, para respaldar que los hombres y mujeres deben ganar lo mismo. A pesar de las cuestiones comerciales, hay algo sobre lo que no hay dudas: Oliveras entrena tanto o más que un hombre.

Quiere escaparle al destino amenazante, ese que pretende llevarse a los boxeadores al lugar de donde vinieron. En lugar de vivenciar el otoño de su carrera, Alejandra Oliveras se exige al extremo, como si en algún lugar de su mente sobrevolaran los fantasmas que la quieren arrojar al barro de su infancia. Entrena duro Locomotora, como Rocky antes de pelear con el ruso. Levanta 120 kilos de pecho inclinado, usa mancuernas de 20 kilos para lanzar uppercuts y, según certifican testigos, puso nocaut a un sparring en un guanteo. Sin embargo, esas sesiones de entrenamiento son la caria de un bebé para su curtida historia. “Soy una súper mujer desde chiquita. Dios me dio este don de la fortaleza. Y también tengo ganas. Hay gente que tiene las condiciones para algo, pero no tiene ganas. Y eso no sirve para nada. Yo me exijo, me cuido en las comidas todos los días. Hace 20 años que no tomo un vaso de alcohol, ni de Coca, tampoco como ni una papa frita, ni pizzas, ni empanadas. Yo veo boxeadores que no se entrenan, que bajan de peso solo para la pelea. Y llegan deshidratados, hechos bolsa. Son vagos. No se dedican”.

Oliveras critica el “monopolio de la FAB”. Asegura que la Comisión Mundial de Boxeo (WPC), el controvertido organismo para el que pelea actualmente, “no es trucho”. Apunta contra los mánagers, que “prostituyen a las boxeadoras con sus bolsas”. Revela que recién ahora puede disfrutar de sus dos hijos, que le regalan cosas hasta para el día del padre. Y ya tiene entre ceja y ceja un sueño: pelear con un hombre: “De chiquita peleaba con hombres, me tenían miedo. La primera vez que emboqué a uno fue en quinto grado. Le metí una piña en la boca del estómago. Me pusieron nueve amonestaciones, pero él nunca más le tocó el culo a nadie. Y ahora quiero demostrar que las mujeres podemos pelear igual que los hombres. A pedido mío se modificó el reglamento de la WPC. Mi próxima pelea será a doce rounds, de tres minutos, igual que ellos. Y si se me animan, le peleo a un hombre, de igual peso y récord, con las tribunas repletas… Quiero demostrar que puedo cagar a palos a cualquiera”. Mientras recorre las últimas estaciones, la Locomotora debe saber que ya ganó la batalla que más la aquejó de chica: llevar la bandera argentina a lo más alto.

 

Martin Rivas