Carlos Mastronardi fue un poeta entrerriano de la generación de Juan L. Ortiz y Jorge Luis Borges. Escribió mucho pero en vida solo publicó dos pequeños libros. Fue empleado público y habitante de Buenos Aires con todas las credenciales de la bohemia de Avenida de Mayo. Miguel Ángel Petrecca es un poeta porteño nacido en 1979, que además traduce y estudia la poesía china y que tiene este verso entre sus poemas: “Algo que forma parte de vos pero no te conoce”. Podría ser un epígrafe pertinente para su Mastronardi. 

Este libro vive en la tradición de aquellos títulos que tienen la fuerza del apellido sin subtítulo ni bajada y que no son típicamente biográficos. La tradición de libros a partir de personas y de esas personas en escena. Desde muchos de los diálogos socráticos hasta El petiso orejudo de María Moreno, o el Borges de Bioy Casares, o el Lugones de Borges o el Sarmiento de Lugones. Empezar con esta alusión de libros bien diferentes intenta ponderar la relación estrecha entre autor y tema, que en el caso del Mastronardi es una relación abigarrada. Como en tantos, hay una igualdad entre nombres. Como si un sentido efímero los uniera para que conversen, no para que uno diga sobre el otro. 

Parece un libro sobre la tragedia del no recuerdo. No estamos hablando de olvido sino del momento en que nos acordamos que era muy probable que no nos acordáramos más de alguien. Es el brillo y la consideración de que tan importante como el recordado es el último que lo conoció. El último que pudo contar que una vez alguien le dijo con la voz y el cuerpo: “ves, aquel es Mastronardi”. Es que así empieza. 

Ese señalamiento tiene algo de toparse con una estrella o convertir a un parroquiano en prócer. Tiene también la vocación del que señala, de distinguir al señalado como un personaje de la ciudad. El registro de una época que estaba a punto de no ser más. Todo esto sucede en el espacio público o en los bares, que son la frontera en donde pensarlo todo junto, “la escuela de todas las cosas”. Es, en definitiva, la aparición de un fantasma antes de volverse totalmente leyenda. 

Mastronardi fue cada vez más invisible, más allá de sus vaivenes en el ritmo de la sociabilidad literaria. El libro toma la forma del intento por ubicar en el mapa a su protagonista sin encandilarse con su poesía, que en definitiva siempre está. El que no está y desciende cada tanto a la piel de la escritura de Petrecca es Mastronardi, que se vuelve una personalidad escurridiza, un contramoderno y un escritor con todos los yeites y las neurosis. Petrecca convierte la vida del otro en esquirlas, sin intención de homenaje ni de construcción heroica. Parece entender que una vida es una imagen impermanente que el biógrafo o el devoto, el que escribe sobre una vida con pasión, quiere volver imagen de realidad. Pero no como forma fija, sino como estela, desde el rumor. 

La melancolía en este libro se activa, se prende a la fuerza de la evocación y el que lee entra al lugar donde los muertos mantienen nuestra vida andando. Todo esto es una manera de investigar cómo vivió Mastronardi, si viajó en vapor o en tranvía, o hasta qué confín caminó. Investigar también por qué nos interesan personas y cosas de las épocas en que no habíamos nacido, cuando el tiempo era un punto impenetrable. 

Hay momentos donde la lectura es la inercia metafísica que puede con todas las demás. Aunque hay algo que no es inercia, en realidad hay muchas cosas que no lo son. De eso se trata la purga personal, de quedar liviano para vivir en el aire de la experiencia situada. No hay nunca un regreso general, idéntico, a los lugares tal cual eran y tal cual éramos en ellos. Lo que hay es una ansiedad por no haber sido otros para poder volver sin nostalgia, sin enfermedad. Así es como el “método” del libro puede fomentar la autoconciencia del rastreador de muertos.

Un momento: el padre de un amigo de Petrecca que convivió con Mastronardi en el diario El Mundo se queda fijo, recurrente, en una imagen: “Un hombre tan grande, un poeta como Mastronardi, haciendo la cola para obtener un vale, ¿se imagina?”. Esa escena y esa obsesión del que recuerda sin parar lo mismo, dejan a la poesía en otro lado y centran la lupa en lo que alguien fue. Porque cómo podía ser que alguien haga una cola para cenar gratis. Pero cómo podía ser que esa imagen hasta entonces quedase como algo más. No era algo más, era la mirilla para entrarle al recuerdo y era la trampa para no salir más de él, para quedarse ahí solventando el enigma entre los hilos del tiempo. 

La función de Petrecca fue mediar entre lo histórico de una vida y las marcas míticas de lo que dejó. Los apellidos son, si se quiere, todo lo que hubo antes del que lo porta y de lo que hubo y hay en todos los que no portaron ese apellido. La unión entre Petrecca y Mastronardi fue posible porque entablaron un diálogo como si nada más que ellos existiese. Los dos saben que esa es una una ilusión como cualquier otra. La mueca de la melancolía.